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¿Cuánto vale el show?

Un presidente que hace dos meses era ejemplo de inesperado éxito económico y político, imparable profeta de la motosierra, admirado por muchos economistas supuestamente serios del planeta… Hoy está manchado por todo tipo de casos de corrupción, sosteniendo la economía a golpe de préstamos de Estados Unidos, convertido ya en una caricatura de la caricatura de sí mismo. ¿Qué será mañana?

Javier Gerardo Milei ocupa últimamente la mayor parte de mis horas de sueño. Es el protagonista casi único de la mayor parte del ancho de banda de mi computador, de las conversaciones que sostengo conmigo mismo o con los otros.

Un león, sí; pero también un chacal, un topo, una rata. El político más improbable, más imposible, más impensable y, sin embargo, el que mejor simboliza las contradicciones de este tiempo. Como si Argentina supiera que ese es su papel en la historia: ser escenario exagerado, luminoso, fatal y terrible de las tensiones que cruzan el continente… y también los otros continentes. Decir lo indecible. Y hacerlo también. Suicidarse, inmolarse, resucitar siempre en cámara.

Milei cantando ronco en el Movistar Arena, Milei gritando enloquecido flanqueado por Lila Lemoine (otro ser fascinante y terrible), Milei demoliendo canciones de Charly García y los Ratones Paranoicos, es solo el punto más alto de una fascinante caída libre que es, al mismo tiempo, su vuelo hacia el infinito.

Un presidente que hace dos meses era ejemplo de inesperado éxito económico y político, imparable profeta de la motosierra, admirado por muchos economistas supuestamente serios del planeta… y que hoy está manchado por todo tipo de casos de corrupción, sosteniendo la economía a golpe de préstamos de Estados Unidos, convertido ya en una caricatura de la caricatura de sí mismo. ¿Qué será mañana? A la hora en que este artículo se publique, ¿en qué se habrá convertido Milei y la Argentina? ¿Se habrá quemado o salvado? ¿Será Milei comunista, monja, se habrá casado con alguno de sus perros, habrá descubierto que nunca fue hermano de Karina, se habrá comido vivo y crudo a alguno de sus ministros en la quinta de Olivos? Incluso la probabilidad de que se convierta en un político razonable y convencional es posible. Hasta la improbable probabilidad de que Argentina se salve del desastre que con tanto empeño se ha dedicado a cortejar.

Todo y nada es posible en Buenos Aires, por eso mi mente y mi corazón no pueden hoy vivir en otra parte. ¿Cómo no disfrutar una crisis total de sentido cuando te la explica Fontevecchia? ¿Cómo no entender de economía cuando te la traduce Longobardi? ¿Cómo no gozar la rabia de Santiago Cúneo, el reporteo de Alconada Mon, o la calma solo aparente de Carlos Pagni? ¿Cómo no resbalar un rato con Rebord y reírse y pensar en Gelatina, para luego ver en Carnaval a Rial pelear sin pelear nunca con Fantino, para quedarse pegado mirando a Viviana Canosa? ¿Cómo no darse un atracón del Turco Asís y
sus sobrenombres geniales, y pasar por Alberdi y Giacomelli, ex amigos de Milei que hoy cuentan de él las cosas más atroces?

En el 2001, cuando Argentina parecía haberse inmolado a lo bonzo entera y para los chilenos era vergonzosamente barato viajar a Buenos Aires, recuerdo haberme reído de un titular de Página/12: Crisis argentina le da lección al mundo. Era un ejemplo perfecto de esa fanfarronería desesperada que tanto se les reprocha, pero también contenía una verdad incómoda.

Argentina no se parece a Chile —que en muchos sentidos se parece más al Perú— y, a pesar de los exorbitantes préstamos que hoy recibe, el destino de Estados Unidos no depende de la elección parlamentaria de octubre en Buenos Aires. El peronismo aunque sea una copia feliz del fascismo italiano, no tiene parangón en el planeta; como tampoco existe otro país donde un anarcocapitalista firme los cheques del Estado. Y sin embargo, hay algo en lo que hoy ocurre en Argentina que explica mejor que cualquier encuesta o debate local lo que pasa en el resto del mundo y lo que terminará influyendo, tarde o temprano, en nuestras aburridas elecciones chilenas.

Está Milei, el loco, que usa su locura de manera muy cuerda para distraer la atención de los verdaderos locos de su mundo, que no son otros que los supuestos cuerdos: Luis Caputo y José Luis Daza, el economista chileno que hace unos meses, al punto del llanto, pensaba que no quedaba otra que darle el Nobel de Economía a Milei. Lo que caracteriza a un loco no es que, ante un mundo incierto, se comporte de manera incierta o que, ante un mundo ridículo, haga el ridículo como lo hace Milei en el Movistar Arena.

No. Lo que caracteriza a un loco es su incapacidad de distinguir la realidad de sus deseos. Lo que caracteriza a un loco es que hace el miércoles lo mismo que había planeado hacer el lunes, sin importar lo que haya pasado el martes. En el caso de Caputo y Daza, significa aplicar el mismo plan económico que fracasó con Macri, solo que extremando lo que ya había fracasado.

Los verdaderos dementes detrás del demente Milei no son otros que los economistas neoclásicos. Lo que Milei realmente desnudó hasta niveles inesperados es la falta de escrúpulos, de contención, de dignidad de la que es capaz la derecha argentina supuestamente cívica, republicana, sensata. La derecha de Macri y la de Bullrich, la que siempre miró los desbordes del peronismo con asco, la que se ríe de los Pedro Castillo de este mundo. La gente bien, la gente de bien, la gente decente que cree que escondida detrás de un demente que suponen controlar, podrán perpetrar planes económicos totalmente desconectados de la realidad material de la vida de los ciudadanos.

Dementes también porque, a pesar de hablar en todos los tonos de la batalla cultural, no parecen hacer ningún esfuerzo por entender la historia cultural del país que gobiernan.

¿Estoy hablando de Argentina o estoy hablando de Chile? Si José Luis Daza no estuviera ocupado endeudando al país más endeudado de Latinoamérica, sería la cabeza del equipo económico de Kast. Eso es política, y en política Milei demostró cómo llegar más lejos que nadie en todo, justo porque el que no tiene límites ni fronteras. Lo que me fascinó de Milei panelista de televisión era justamente su capacidad de desquiciar a sus interlocutores separando la economía de cualquier consideración moral, usando para ello la autoridad de autores y libros tanto clásicos como herejes.

Milei consiguió el amor de las masas haciendo lo contrario de lo que hace el populista clásico, hablando en difícil, haciéndose el inteligente para, a partir de ahí, insultar, ridiculizar, gritar, llorar, tirarse al suelo. ¿Puede alguien que no quiere ser bueno, que quiere ser malo, ser presidente de un país? ¿Puede alguien para quien la corrupción no es un problema, que considera que la moral es un engaño, presidir un país que está harto justamente de corrupción e inmoralidad?

Claro que no. No puede ser el líder del evangelismo más ultramontano un hombre que vive extorsionando prostitutas, separándose como quien se cambia de camisa y tocando traseros delante de todos. Pero Trump está ahí, demostrando que sí es posible. Y está ahí Milei, con sus propias transgresiones, demostrando que quien no tiene principios no tiene final. La existencia de ambos líderes supone que todo lo que me enseñaron en el kindergarten y los cursos que siguieron es falso. Que todo lo que dicen los credos religiosos y doctrinas morales ha dejado de ser cierto. Por eso ver a Jonathan Viale, o Luis Majul, o Feinmann, los voceros del régimen, es una experiencia dolorosa y apasionante. Aunque más apasionante es verlos ahora decepcionarse del gobierno, denunciar sus debilidades, asquearse de lo que siempre supieron, bajarse de un barco que se hunde por lo mismo que navegó, porque lo guía la tempestad.

Lo que hace a Milei fascinante es que a pesar de haber renunciado a casi todas sus ideas y de haber alabado a casi todos los que ridiculizó, sigue siendo el único político honesto. El caso Libra es un ejemplo de esto. Nunca escondió que su verdadera misión en la vida era hacer lo que nadie hizo antes: es decir un negocio personal que es más bien una estafa, en tiempo y delante de todos. Una acción de arte. Como lo fue el hecho de que a pesar de que no se escondió nada a nadie, se siga dudando de lo evidente: que esta fue una estafa liderada por un presidente desde la presidencia, sin que tenga por eso que renunciar a ser presidente. Trump dijo alguna vez que él podía dispararle a alguien en la calle sin que pasara nada. Su objetivo como presidente ha sido probar eso, que no es como los demás. La misma convicción profunda de Milei, hijos de otro Adán y de otra Eva.

¿Qué tiene que ver un presidente libertario, amigo de la li- bertad económica más irrestricta, con la administración proteccionista peronista de Donald Trump? Lo que los une no es el programa, sino el tono: una forma de vivir la política que mezcla un discurso dispuesto a toda violencia y toda exclusión con todos los pecados y corrupciones mientras prohíbe a los demás ejercer cualquiera de esas libertades. Es la política del privilegio autodeclarado, disfrazada de rebeldía.

Así, la crisis argentina vista a la distancia del streaming no es solo económica. La economía podría incluso mejorar y el destino de Milei seguiría siendo un enigma. Argentina, en los últimos cincuenta años, solo ha sido próspera cuando quienes la gobernaron hicieron la vista gorda ante la corrupción de sus amigos (y hasta de sus enemigos). Ese ha sido el único plan económico que el país ha seguido con constancia: el Estado como repartidor de monopolios o duopolios elegidos con criterios personales. Pero en Menem o en los Kirchner esa corrupción estaba al menos organizada por un partido y sus sindicatos. Ese aparente desorden tenía una estructura. Es justo lo que Milei no tiene ni parece querer. Y eso lo hace fascinante como figura trágica: su proyecto político no deja nunca de ser personal, o familiar. No deja nunca de ser el niño solo al que su hermana —una mujer llena de intuiciones— protegió de los golpes de sus padres.

En medio de todas esas especulaciones políticas y teóricas, en medio de esa capacidad de convertir la farándula en lacanismo, la economía en mitología, la política en mística, está esa tragedia repetida y terrible del niño golpeado que, intentando ser quien golpea, solo encuentra más golpes. Ese Milei que tanto odio a veces es, también, el que profundamente quiero. Porque al presidente a quien le deseo todos los males lo cubre el hombre que, sin saber cómo a estas alturas, querría salvar de sí mismo.

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