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25 de Junio de 2014

Mano dura

No puede ser que a 25 años de recuperar la democracia, los gobiernos se sigan haciendo pipí a la hora de actuar con adultez, dureza y seriedad frente a los vándalos. Así como ya es hora de dejar de tratar de fascistas a los ciudadanos que exigimos el fin de esta ridícula impunidad.

Por Rodrigo Guendelman
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Es hora de ponerse los pantalones. De parar la impunidad. Mientras los sociólogos intentan desentrañar el porqué de nuestra rabia, de esa manera bárbara que tenemos los chilenos para celebrar, las autoridades de este país deben dejar de comportarse como eternos traumados de la Dictadura. Necesitamos firmeza contra la gente que rompe la ciudad, golpea micreros, destruye bienes públicos, secuestra buses, roba extinguidores, pero también contra el que entra colado a un estadio, el que no paga con su tarjeta BIP o el que atropella borracho.

No puede ser que a 25 años de recuperar la democracia, los gobiernos se sigan haciendo pipí a la hora de actuar con adultez, dureza y seriedad frente a los vándalos. Así como ya es hora de dejar de tratar de fascistas a los ciudadanos que exigimos el fin de esta ridícula impunidad, también es momento de pedirles a nuestras autoridades que hagan cumplir la ley o que creen leyes nuevas con el objeto de parar a los unineuronales que rompen, roban, mean, queman y rayan sin miedo a las consecuencias.

Tengo el mayor aprecio por el Intendente Orrego, pero me cuesta entender que después de los destrozos de la semana pasada, se haya puesto una pantalla gigante frente a La Moneda para el partido con Holanda, lo que incluso significó el desvío de buses: era como dejar la pelota dando bote para un saqueo ciudadano si es que Chile ganaba el partido.

En vez de ver reacciones ejemplares contra el lumpen (que estoy seguro, es bastante transversal), lo que percibo es más y más regaloneo populista a una nación que no sabe comportarse, que no entiende la ciudad como suya.

Permítanme un pequeño retroceso en el tiempo. El 29 de mayo de 1985, los equipos de Liverpool y Juventus definían en Bruselas la Copa de Campeones de Europa. Pero no fue el resultado del partido lo que ocupó las portadas de los diarios al día siguiente: los hooligans o barras bravas británicas se abalanzaron contra sus similares de la Juve y dejaron 39 muertos, la mayoría italianos.

¿Consecuencias? Muchas y muy importantes. Margaret Thatcher, primera ministra, entendió que el problema no era deportivo sino que social. Tuvo que ocurrir otra tragedia más, que dejó 96 muertos en Hillsborough, para que se impulsaran leyes que fueron determinantes en el fin de los hooligans. Uno, vetar el ingreso a los estadios de por vida a los líderes de estas barras. Dos, los que querían seguir asistiendo no podían cometer ninguna acción violenta ni estar involucrados en el uso de armas ilegales ni tampoco en el consumo de drogas y alcohol. Tres, cámaras de seguridad instaladas en cada estadio del fútbol inglés para identificar a los violentos. Cuatro, grupos de élite de la policía fueron creados para combatir a las barras bravas en los suburbios donde vivían. Cinco, cualquier lugar de encuentro de los hooligans podía ser objeto de una redada policial.

Los británicos se lo tomaron en serio y hoy, treinta años después, los estadios no tienen reja y hasta se puede tomar alcohol. Es cierto, un estadio no es lo mismo que una urbe, pero si consideramos que gran parte de nuestras miserias ocurren en la Plaza Baquedano (más conocida como Plaza Italia), no debiera ser tan difícil entender esa zona caliente de Santiago como una cancha británica.

Tenemos dos opciones. O esperamos una tragedia de proporciones –como si no bastaran 40 choferes heridos y 500 buses dañados- o nos podemos las pilas ahora. Con la madurez que se espera de un adulto, con el carácter republicano que se espera de un político y con la determinación que se espera de los ciudadanos. Sí, mano dura ahora a los zánganos que destruyen. Y nada de sutilezas para tratar de entenderlos o justificarlos.

Es un hecho que tenemos pésima educación pública y kilos de desigualdad, pero no somos la única nación del mundo con esas características. En cambio, somos los chilenos y nadie más que los chilenos los que ya nos hicimos famosos en este mundial por romper las reglas, allá, y por romper las calles, acá.

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