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23 de Septiembre de 2017

Cerebro enfiestado, cerebro de duelo

Nadie podría negar que Septiembre es un mes alegre, con feriados dedicados explícitamente al desborde del gozo, y al mismo tiempo un mes de nostalgias por la ausencia de quienes habríamos querido que celebraran con nosotros

Por Óscar Marcelo Lazo
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Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo

Septiembre es una época de sentimientos encontrados. Cuesta entender cómo el mismo cuerpo encarna al mismo tiempo goce y duelo. Seguramente a ratos nos confunde un poco esto de sentirse tan encendido y al mismo tiempo tan nostálgico.

Mientras una cierta euforia barbárica se apodera de nosotros durante las celebraciones dieciocheras, arrastramos pesadamente los recuerdos del once, nuestras cicatrices de la tortura y nuestros muertos. Mientras empiezan a florecer las primeras especies de la primavera, los días se alargan y el sol entibia; las crisis de salud mental y los intentos de suicidio se hacen más frecuentes y las amarguras de la soledad recrudecen.

Nadie podría negar que Septiembre es un mes alegre, con feriados dedicados explícitamente al desborde del gozo, y al mismo tiempo un mes de nostalgias por la ausencia de quienes habríamos querido que celebraran con nosotros. Un mes de recuerdos dolorosos para quienes sufrieron violencia y persecución política ejercida por el mismo Estado que celebra su independencia. Hay quienes pasan de la pena a la embriaguez arrebatada, están los que experimentan al mismo tiempo la celebración y el duelo, y hay otros que critican a los dolientes por airear sus heridas en medio de lo que debería ser un clima de pura fiesta. Están los amargos que se acercan con timidez a una fonda casi por compromiso, como también están los curaos extrovertidos que llegan a su casa a abrirse las venas. Cualquiera que se siente a observar va a ser testigo del contraste, adentro y afuera.

Pero sí, se pueden sentir dolores y alegrías al mismo tiempo. No tiene nada de anómalo.

Muchas veces he escuchado que la gente lidia con esa diversidad de experiencias afectivas como si fuera una balanza. Por un lado la pena, por otro lado la compensación. Por un lado las buenas noticias, que protegen un poco de las malas. Pero la verdad es que las emociones no se anulan, se complementan. Esa idea de que las alegrías y las tristezas se suman y se restan, no tiene el menor sustento psicobiológico.

Antes bien, nuestra normalidad consiste en estar permanentemente evaluando en paralelo la enorme diversidad de ámbitos en los que se juega nuestra vida, poniéndole nota, aprobando o rechazando. El asiento en el que nos sentamos en la micro, el orden en que nos comemos la comida de un plato, los atributos que nos resultan sexualmente atractivos y las actitudes que nos parecen inaceptables, la parte del andén en que esperamos el metro, todo es consecuencia de una de las principales actividades de nuestro cerebro: predecir el valor de nuestras opciones, eligiendo aquello que minimice el daño y maximice la satisfacción. Y los resultados no se suman ni se restan, no se neutralizan, sino que generan la complejidad de lo que somos, nuestras identidades y nuestras preferencias.

En eso, además, nuestro cerebro no está solo. Quizás lo más interesante sea que esas predicciones no son individuales. El hecho de minimizar el daño y maximizar la satisfacción no expresa una naturaleza hedonista, puramente perseguidora del placer, porque de hecho nuestras predicciones no están fundadas simplemente en lo que hemos vivido personalmente, sino que son parte del entramado colectivo en el que nos enseñamos unos a otros qué conviene hacer, en una especia de inteligencia colectiva de las emociones. Cada vez que experimentamos asco, nuestro cuerpo lo expresa de forma universal y característica, así otros individuos de la misma especie pueden empatizar con el gesto y atribuirle un valor negativo al estímulo que a nosotros nos pareció desagradable. Luego, las propias experiencias irán confirmando o desmintiendo esa valoración que primero aprendimos por la emoción de otros. Nos pasa con las películas bien actuadas, sentimos como propio el miedo y amor que experimenta el protagonista.

No todas las emociones funcionan exactamente de la misma manera, por supuesto. Las hay más primitivas, más contextuales y más sociales, y todas ellas han moldeado la identidad de nuestra especie y de nuestra cultura a lo largo de millones de años. No hay consenso en la comunidad científica en exactamente cuántas son ni cuáles —hace poco el Dr. Paul Ekman, profesor emérito de UCSF, mostró qué contestaron los más destacados investigadores en el ámbito de las emociones: http://bit.ly/EkmanSurvey—, pero es claro que una gran diversidad de emociones conviven en nosotros al mismo tiempo como entidades separadas y a veces contradictorias. Más aún, según un trabajo publicado en 2012 por los académicos estadounidenses Jonathan Adler y Hal Hershfield, mostró que la experiencia de “sentimientos encontrados” estaría asociado con un posterior incremento del bienestar. De algún modo, la posibilidad de reconocer que al mismo tiempo vivimos experiencias afectivas positivas y negativas tendría un efecto terapéutico (puedes ver el estudio completo aquí: http://bit.ly/Adler2012)

Las emociones positivas son intensas, pero aparentemente muy poco específicas. Las diferencias entre alegría, contento y placer son movedizas y casi todo cabe en lo que en general llamamos “goce”. Las emociones negativas, en tanto, son mucho más específicas: el asco, la rabia, el miedo, la tristeza. Cada una de ellas remite a un ámbito muy distinto, aunque a veces nos cueste distinguir algunas. Cuando sentimos miedo queremos escapar a toda prisa del estímulo, mientras que cuando sentimos rabia lo queremos pulverizar de una patada. El asco remite a algo que necesito sacar de mí, mientras que la tristeza da por hecho un daño ante el que nada puede hacerse. Y por incómodas que parezcan, y por mucho que quisiéramos vivir en un puro y permanente goce, todas esas respuestas son absolutamente imprescindibles para sobrevivir —ya lo tenía claro Darwin en 1872 (puedes ver el original del libro “La expresión de las emociones en el hombre y los animales” aquí: http://bit.ly/DarwinEmotions).

No las llamamos “emociones negativas” porque no nos gusten ni porque haya que aprender a suprimirlas. Al contrario, lo hacemos porque cumplen el importantísimo rol de indicarnos aquello que resulta dañino, de manera que aprendamos a evitar dichas circunstancias o nos preparemos para combatirlas. Las emociones son marcadores que usan el estado del cuerpo para codificar el bienestar o el malestar y producir memorias robustas y respuestas rápidas, sin necesidad de que uno esté plenamente consciente de ello. Es obvio que convivan en nosotros muchas emociones básicas que respondan a la complejidad de lo que acontece y lo que vemos vivir a otros. La diversidad emocional es valiosa, informativa y una oportunidad para conocer qué disonancias nos desafían a nosotros y a los que tenemos cerca.

Septiembre solo lo hace más explícito, más contrastante. Y acaso estos sentimientos encontrados exijan de nosotros un poco de atención, para decodificar cuál es la fuente de estas tensiones. Cuál es la naturaleza de esa buena alegría que no se empaña, cuál es el origen de esa herida que la chicha y la empanada no cierran. Quienes de los que celebran con nosotros arrastran dolores. Quienes de los adoloridos podrían, al mismo tiempo, celebrar.

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