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12 de Enero de 2018

La laicidad es un imperativo para el Estado y también para las religiones

"La laicidad es una virtud que hace que el Estado sea independiente y servidor del bien común. Pero nada impide, y diría que es incluso obligatorio, que la laicidad sea también una virtud de todos los ciudadanos".

Por Felipe Berríos
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Felipe Berríos es Sacerdote jesuita, escritor, capellán y fundador de la ONG Techo y de Infocap, Instituto de Formación y Capacitación Popular: La Universidad del Trabajador.

*Publicada en el número 8 de Palabra Pública

Recuerdo que cuando niños nos tomábamos la calle. Poníamos unas piedras de arcos. Los dos mejores elegían a los equipos. Y comenzaba el partido. Cada cierto rato, eso sí, querían pasar los autos. Tocaban la bocina. “La calle es pública”, decíamos. Los automovilistas debían entenderlo. Pero también nosotros lo teníamos claro. Dejábamos pasar los autos. Es decir, nos tomábamos la calle, “pero nunca tanto”. Habría sido de pésimo gusto apropiarse de lo público, además de torpe. Porque, en realidad, nada impedía que ambos, jugadores y automovilistas, compartiéramos un bien que nos pertenecía a nosotros porque también pertenecía a ellos.

Este ejemplo puede ayudar a entender la contribución pública de las iglesias, así como las demandas ilegítimas que a veces hacen sobre bienes que pertenecen a todos. ¿Debe el Estado financiar actividades de la sociedad civil, como son las organizaciones religiosas? Depende.

Lo público tiene que ver con algo que no pertenece a nadie en particular. No tiene dueño, como sí lo tienen las cosas. Nadie puede impedir a un dueño vender sus bienes, arrendarlos o destruirlos. Público, además de no pertenecer a nadie en particular, puede ser algo que pertenece a todos, pero en general. Como la calle que comparten los niños y los automovilistas. Que yo sepa, nadie tampoco podría impedirnos nadar en el mar o respirar el mismo aire que pasa de pulmones a pulmones.

No soy abogado, pero veo que hay, además de bienes públicos de uso público, bienes privados puestos al servicio público o instituciones privadas que generan bienes públicos. En los debates del último tiempo se ha sostenido que hay universidades con “dueño” que pueden cumplir una función pública.
¿Pueden? Habrá que ver, porque en esta materia hay casos preocupantes. Hay universidades que son propiedades de instituciones eclesiales bastante sectarias. Existen universidades católicas, por ejemplo, en las que la intervención eclesiástica inhibe la libertad de pensamiento. No son autónomas. No son, en realidad, verdaderas universidades. Es esencial a toda universidad el uso libre de la razón. Ocurre, lo hemos visto, que una autoridad eclesiástica con un solo garrotazo endereza la fila. ¿Por qué el Estado tendría que financiar a una universidad cuyo catolicismo, por ejemplo, está al servicio de los más ricos del país?

Pero si el Estado pudiera exigir que las universidades privadas sean verdaderas universidades, es decir, que garanticen en ellas una investigación sin censura y una auténtica libertad de cátedra, no debiera haber problema con que reciban un financiamiento estatal. Es más, sería bueno que el Estado ayudara a financiarlas. El fin del Estado es garantizar que los bienes que pertenecen a todos efectivamente puedan ser utilizados por todos. Si, por el contrario, los funcionarios que controlan el Estado quisieran monopolizar el espacio público, le harían un flaco favor a la nación, porque en vez de aprovechar la creatividad de los ciudadanos organizados con fines de servicio comunitario, estarían privando a la sociedad de imaginación, de pasión, de emprendimiento y de generosidad desinteresada. El estatismo es jibarizante.

El Estado, a diferencia de las organizaciones privadas, tiene la obligación de encauzar la vida social para que las diversas tradiciones culturales, filosóficas y religiosas de un país puedan expresarse, en vez de tratar de monopolizarla. Estas son un acervo de valores y de sentido de la vida. Del Estado depende en gran medida que la riqueza multifacética de un pueblo encuentre cauces pluralistas para expresarse. Del Estado puede esperarse, entre otras muchas cosas, que impida que alguna agrupación se apropie de lo que pertenece a todos e incluso que favorezca a algunas que, en vista del bien común, convenga desarrollar de un modo especial.

¿Cómo veo la laicidad? A propósito de las religiones, creo que lo laico no se opone a lo religioso. Sí se opone al aprovechamiento que las agrupaciones religiosas pueden hacer de lo público. Pues también las religiones, a propósito del uso de los bienes públicos, debieran ser “laicas”, ya que es una obligación de todos velar para que lo que pertenece a todos no sea apropiado en particular por nadie.

Si lo público es una función resguardada legalmente por el Estado, la laicidad es la virtud que vigila que esta función de servicio público se cumpla. La laicidad es una característica de los estados modernos. En las sociedades pre-modernas el Estado puede ser católico, protestante o musulmán. En estos casos la función pública no existe, pues la sociedad es regida por un credo particular. Esta no es una sociedad laica como lo fue, por ejemplo, la sociedad feudal. Durante la Colonia Chile fue una posesión de la Corona. España, en ese entonces, controló el comercio de modo semejante a como impidió que entraran en América otras religiones distintas del catolicismo. En las monarquías confesionales, las religiones se han beneficiado del Estado y este de aquellas.

En estos casos la posibilidad de los ciudadanos de desempeñarse en el foro público ha podido ser un privilegio, pero no un derecho. En las sociedades modernas, en cambio, el “credo” religioso no ha podido dar ocasión a tratos preferenciales que perjudican a unos por beneficiar a otros, lo cual equivale a imponer tal credo a los que no lo comparten. La laicidad del Estado en las sociedades modernas le exige abstenerse de todo favoritismo. El Estado laico es responsable, en este sentido, del pluralismo. Debe ser neutral. Es más, por ser laico no sólo debe abstenerse de hacer favores arbitrarios sino también de intervenir contra las agrupaciones intolerantes que arriesgan la paz social o procuran aprovecharse del Estado para su propio beneficio. Históricamente la laicidad del Estado surgió para impedir la intolerancia religiosa. ¿Ha cumplido su promesa? Habrá que ver dónde.

Por otra parte, también cabe preguntar: ¿ha cumplido el Estado laico su promesa de abstencionismo ideológico ante los poderes fácticos o grupos de interés? Casi nunca. Las facultades universitarias, para retomar el ejemplo, son a veces presa de sectarios devotos del republicanismo. Ocurre, además, que hay facultades universitarias estatales “gremialistas”, que sin importar si son ideológicamente de derecha o de izquierda, se han convertido en un coto cerrado de académicos que “se arreglaron los bigotes”. Pregunto si acaso se ha dado el caso de facultades masonas. Realmente no lo sé.

La laicidad es una virtud que hace que el Estado sea independiente y servidor del bien común. Pero nada impide, y diría que es incluso obligatorio, que la laicidad sea también una virtud de todos los ciudadanos. Pienso que las organizaciones de la sociedad civil, las iglesias y asociaciones parecidas, además de las personas individualmente consideradas, debieran ser “laicas”. Esta debiera ser una característica de la sociedad y no sólo de un Estado moderno. La Iglesia Católica, por ejemplo, debiera poder ser responsable de que los bienes públicos sean garantizados a todos por igual. Debiera, por lo mismo, abstenerse de pedir un trato especial. Cada chileno debiera ser “laico”, respetar la función del Estado de velar por lo público y exigir de él lo que necesite para desarrollar sus iniciativas, pero sólo cuando estas sean motivadas por el bien común.

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