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Nueva Constitución y reforma: la trampa de los detalles

Sólo los históricos acuerdos políticos alcanzados entre Patricio Aylwin y Carlos Cáceres en 1989, permitieron sacar adelante una compleja negociación entre gobierno y oposición y someter a plebiscito un paquete de 54 reformas constitucionales.

Revuelo transversal ha causado la indicación de norma transitoria de reforma al texto constitucional, de ser aprobado, propuesto por 34 convencionales desde el Frente Amplio al Partido Socialista. La norma sostiene que cualquier reforma a la Nueva Constitución, en caso de ser ratificada, sólo podrá realizarse a partir de la siguiente legislatura, esto es, del 11 de marzo de 2026. Sólo podrá reformarse en el período legislativo 2022-2026 en la medida que cuente con dos tercios de los senadores y diputados en ejercicio.

En otras palabras, será sólo a partir del 11 de marzo de 2026, que las reformas a un nuevo texto constitucional requerirán de la mayoría simple por regla general. Esto es, las normas 447 y 448 del borrador del texto, al no dictaminar un quórum especial, pero remitir la reforma constitucional a los trámites de formación de la ley, lleva a considerar que se requeriría la mayoría simple de los diputados y senadores presentes para reformar la Constitución.

En el intertanto, el “aprobar para reformar” se transforma en una quimera en el Congreso hasta el 11 de marzo de 2026, con un parlamento dotado de una pronunciada y dispersa mayoría, que no permite alcanzar los dos tercios. Esperando que el futuro dictamine, con un Congreso, unicameral por cierto, de composición política distinta.

En palabras de Aldous Huxley, “quizá la más grande lección de la historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia.”

Al dictarse la Constitución original de 1980, (Decreto Ley N°3464) por la Junta Militar, se disponía en el inciso segundo del artículo 118, una norma muy similar a la que se propone hoy. Incluso podría decirse que la norma era más conservadora. Esta disponía que los capítulos I, VII, X y XI de la Constitución, sólo podían reformarse, bajo ciertas condiciones particularmente exigentes: los proyectos de reforma constitucional así despachados no se promulgarían y se guardarían hasta la próxima renovación conjunta de las Cámaras, donde sólo podrían ser aprobadas por dos tercios de cada “rama del nuevo Congreso”, lo que recién ocurriría en 1994.

Como ya se señaló la norma establecía un procedimiento de reforma a la Constitución muy similar al que se propone hoy. Entre 1990 y 1994, el nuevo Congreso no podía modificar el texto constitucional en los capítulos señalados y sólo podía hacerlo a partir de 1994 por dos tercios. Cualquier similitud con la realidad es sólo un alcance.

Sólo los históricos acuerdos políticos alcanzados entre Patricio Aylwin y Carlos Cáceres en 1989, permitieron sacar adelante una compleja negociación entre gobierno y oposición y someter a plebiscito un paquete de 54 reformas constitucionales, entre las que se encontraba la derogación del mecanismo de reforma del párrafo anterior (numeral 52 del artículo único de la Ley N°18.825).

Estas reformas permitieron que la democracia se instalara plenamente en nuestro país, mediante la ratificación plebiscitaria de una amplia mayoría de los chilenos, para que desde el 11 de marzo de 1990, el nuevo Congreso tuviese plenas facultades constituyentes, atribución que se ejerció cuatro veces en el Gobierno del Presidente Aylwin (con senadores designados incluidos) en materias tan relevantes como indultos, descentralización, apertura democrática de los municipios y la disminución del período presidencial siguiente de 8 a 6 años.

Durante décadas, los mismos sectores políticos que ahora propician una norma que implica establecer un verdadero cerrojo a cualquier reforma constitucional hasta el 2026, reclamaban por los famosos enclaves autoritarios de la Constitución de 1980. Ahora, que promueven una nueva Constitución, elaborada como traje a la medida, incurren en las mismas funestas prácticas tan criticadas antaño.

El actual Congreso goza de absoluta legitimidad democrática, completamente electo –con posterioridad a la Convención- por votación popular y sistema de representación. Impedirle reformas al actual texto constitucional o al venidero, de aprobarse, es una negación a su función de representación primordial. Lo increíble es que sin quererlo, o queriéndolo tal vez, algunos vuelven a poner la desconfianza en los órganos de representación popular y en la democracia representativa.

En los detalles están las trampas. Y haciendo trampas no se hace una Constitución.

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Francisco Orrego Bauzá y José Gabriel Alemparte Mery, abogados

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