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Los macarras de la moral

Ahora están afanados en ningunear a los habitantes de Petorca que no valoraron la vida nueva que les prometía la Constitución del agua. Y en tratar de brutos a los aymaras de Colchane, los pehuenches de Alto Biobío, los lafkenches de Tirúa y los mapuche de la Araucanía profunda que votaron Rechazo.

Hubo una época en Chile en que el verbo “cancelar” significaba pagar. Incluso hoy algunos cajeros old fashion preguntan en los comercios: “¿Cómo cancela?”, refiriéndose al instrumento de pago. Pero nunca ese verbo ha significado exactamente eso. Cancelar es lo mismo que saldar una obligación o un instrumento legal o financiero. Se cancela una deuda, no una compra. 

Recién en 2015, el cancelar se empezó a aplicar a las personas, a esas que no piensan como tú, a esas cuyas opiniones parecen inapropiadas, despreciables, inmorales. En 2018, en Estados Unidos la cancel culture, cultura de la cancelación, iba viento en popa. Se había convertido en una pandemia digital anterior a la del COVID-19 que nos impuso la mascarilla, las cuarentenas, el alcohol gel e impulsó el desarrollo de vacunas en tiempo récord. 

El virus digital de la intolerancia, en cambio, no ha tenido ningún beneficio colateral. Ha sido puro daño. Ha enfermado a la nación. 

La cancelación, que consistía originalmente en “castigar” a las celebridades que metían la pata en redes sociales con alguna opinión políticamente incorrecta, empezó a permearlo todo: personajes, rubros y toda suerte de desavenencias legítimas. 

En la víspera del plebiscito de salida, cuando habíamos visto conductas dignas de trogloditas de uno y otro lado, la ensayista y ex miembro de la Academia de la Lengua, Adriana Valdés, contó en Twitter que después de muchas cavilaciones, con mucho dolor, había resuelto votar Rechazo. 

Se atrevió a no actuar como esa sorprendente “mayoría silenciosa”, ese 62% de casi 8 millones de personas que, apabulladas quizás por la intolerancia que ahora se traduce en un “roteo” desatado en redes, siguieron el principio de que el voto es secreto para evitar ser “canceladas”. 

La andanada de descalificaciones que provocó el tuit de Adriana, fue reportada por ella misma en el siguiente informe: “Resumo los insultos recibidos. Soy vieja, cierto. Soy cuica, cierto. Ninguna de las dos cosas es culpa mía. Y si es todo lo que tienen que decir, ojalá me vaya igual de bien en el Juicio Final”. 

Certera e irónica, contrarresta con inteligencia la torpe polarización a la que nos condujo un montón de irresponsables, maximalistas, refundacionales, estridentes, rupturistas, que acusaban de fake news todo aquello que no llevara agua para su molino. 

Trump, el rey de las noticias falsas, nefasto y terrorífico, con una capacidad de maniobra notable, logró con sus mensajes de odio ser suspendido por Twitter cuando aún era el presidente de los Estados Unidos. Le bloquearon temporalmente la cuenta, porque sus publicaciones eran una incitación flagrante a la violencia. Se victimizó y hasta los demócratas más demócratas alegaron porque se ponía en riesgo la primera enmienda, la libertad de opinión e información. 

Después de eso, recuperó su patente de corso digital y siguió haciendo de las suyas en el mundo virtual y real. Su rol en el asalto al Capitolio en enero de 2021 revela su ninguna vocación democrática. 

En Chile, hemos visto a termocéfalos equivalentes de ambas opciones; ninguno es inocente. 

En esta nueva etapa que se inicia, camino a un buen nuevo texto constitucional, necesitamos operarnos de ellos. No cancelarlos. No se le hace al otro que no quisieras que te hagan a ti. Pero es importante saber quiénes son y cómo actúan. Ahora están afanados en ningunear a los habitantes de Petorca que no valoraron la vida nueva que les prometía la Constitución del agua. Y en tratar de brutos a los aymaras de Colchane, los pehuenches de Alto Biobío, los lafkenches de Tirúa y los mapuche de la Araucanía profunda que votaron Rechazo, sin darse cuenta del mundo nuevo que les ofrecía la Constitución de la plurinacionalidad promovida por los hípters de Ñuñork.

Serrat identificó este estilo hace años. Los llamó “Los macarras de la moral”. Y así propone contrarrestarlos: “Si no fueran tan temibles, nos darían risa. Si no fueran tan dañinos, nos darían lástima. Porque como los fantasmas, no son nada si se les quita la sábana”.  
 

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