
Adolescencia, la miniserie de Netfilix, fue el comentario obligado del mes que acaba de pasar. A nivel global, padres, especialistas de salud mental y no pocas autoridades se conmovieron, preocuparon y hasta escandalizaron con la historia de un joven inglés de 14 años que mata a una compañera de colegio con total frialdad. Sus padres trabajadores eran cuestionados por negligencia, las redes sociales eran acusadas de incitación y hasta los rasgos antisociales de una personalidad en formación eran puestos bajo la lupa de los opinantes de turno. No faltó el gobernante que sugirió el visionado de la serie en los establecimientos de educación.
Claro, la adolescencia es una de las etapas del ciclo vital que cuesta mirar, que elegimos olvidar. Muchos -los más afortunados o negadores- suelen tener un relato claro respecto de sus infancias. Según el discurso dominante, una siempre feliz. Pocos recuerdan -porque es un ejercicio doloroso- esos años entre los 12 y 17 años, cuando desaparece la inocencia.
Si elegimos dejar de lado la protectora tendencia a la ingenuidad, veremos que las redes sociales de hoy no son tan diferentes a los crueles sobrenombres y violenta ley del hielo que se impuso en los adolescentes unas décadas atrás. Los memes y emoticones del siglo XXI, no están tan lejos de las caricaturas o rayados en los bancos escolares de antaño. La ausencia de padres consumidos por el trabajo no es tan lejana a la frialdad de aquellos que no valoraban a los menores como sujetos con opinión. Nada es tan diferente en realidad. Tampoco el deseo de evitar volver al duelo de la inocencia que conlleva el paso a la adultez.
La psicología establece que es justo en esta etapa donde se acaba el pensamiento mágico y se instala la realidad. La muerte como la más incontrarrestable de las certezas. También es acá donde empiezan a configurarse los matices que recorren la polaridad del bien y del mal. Adiós a los superhéroes y a los supervillanos. Bienvenida la mortal y moral humanidad.
Es en la aceptación de esa naturaleza humana dónde empezamos a ordenarnos como sociedad. Donde lo lícito y lo ilícito surgen como equivalentes de lo legal e ilegal. Donde se cristaliza el desarrollo moral en un cuerpo que físicamente no deja de cambiar. Donde el no matarás nos define como especie con afán de superioridad.
Las conductas antisociales de Jamie, el protagonista de Adolescencia, y de su entorno, muestran lo clave que es el desarrollo moral en los niños y jóvenes para poder ser vistos como partes funcionales de la sociedad. Sus agresiones -explícitas o solapadas- los revelan como sujetos disfuncionales. Son víctimas y a la vez victimarios en un orden social donde no logran encajar. No son normales. No son los hijos que nadie quisiera tener. Son personajes de una ficción televisión que -¡oh, vaya paradoja!- hace que volvamos los ojos a los hijos que realmente nos ha tocado tener. Y, claro, surge la conmoción y la preocupación.
Una vez más la ficción nos obliga a mirar la realidad. ¿Pero cuánto estamos dispuestos a tolerar la realidad? ¿Cuánto realmente nos importa la adolescencia como sociedad? Más corto: ¿Cuántos niños, niñas y adolescentes estamos dispuestos a criar?
La misma semana en que todas las redes sociales compartían posteos acerca de la miniserie inglesa, daban recetas de crianza y reseñas fílmicas destacando la factura de la producción, en Chile se conocieron las cifras de homicidios consumados en 2024. La buena noticia fue la baja del total nacional, gracias al trabajo contra el crimen organizado. La mala noticia fue el aumento de homicidios de niños, niñas y adolescentes, que aumentaron un 15% durante el año que pasó.
76 jóvenes murieron sin dar pie a una serie de ficción. ¿Y quién los asesinó? La tendencia de las cifras registradas por la Fiscalía Nacional con su informe de Homicidios bajo Responsabilidad Penal Adolescente (2022) es que así como mueren menores de edad en forma creciente, aumentan los homicidas que no cumplen 18 años a la hora de matar. No se incluyen los jóvenes que -como Jamie- aun no llegan a los 16, y quedan como inimputables en nuestro sistema legal.
En Inglaterra la responsabilidad penal está fijada a los 10 años. ¿Quiere decir esto que acá se debería bajar? ¿Populismos penal para criar adolescentes incapaces de matar?
Creo que la respuesta no va -ni de cerca- por ahí.
Sin tener más certezas que un par de datos y la experiencia de haber conocido periodísticamente la vida y entorno de un joven asesino de 14 años, puedo estar segura de que ese niño nunca habría recibido un trato en el sistema penal -que nos hemos dado- como el que tuvo Jamie en Adolescencia.
Esta es mi propuesta de guión:
Corría 2007 y un adolescente de 14 años llamado Vaster Gajardo daba muerte a un vecino de 16. Una rencilla de pandillas en la población Santo Tomás de La Pintana, ocasionada por la disputa de un volantín, terminó en nada por la inimputabilidad. Su padre se había entregado a la fiscalía infructuosamente, acusándose para librarlo de cualquier sanción. Su madre, con los ojos enrojecidos por las lágrimas y la mirada perdida por efecto del consumo de pasta, me contaba cómo a su hijo lo habían discriminado en diferentes colegios desde los 12 años porque tenía dificultades para aprender. En su casa de 18 metros cuadrados, donde Vaster vivía también con sus 3 hermanas, todas madres adolescentes, no había ni un ápice de esperanza en que alguien pudiera ayudar a ese joven a no volver a matar. No había esperanza de tener trabajo en la comuna, ni hospitales ni centros de educación superior.
A fines de 2024 me enteré de su muerte. Un reportaje en televisión hablaba del asesinato del líder de una banda delictual que operaba en Chile y en Estados Unidos, dedicada al robo y tráfico de armas; lo llamaban El Dios de la Guerra, pero su nombre era Vaster Miller Gajardo Pedreros. Era el mismo que conocí en su primera experiencia delictual.
Está claro que la falta de esperanza de esa madre tenía asidero en la realidad. Esa misma falta de expectativas es la que siento cuando observo a tantos conmovidos por la serie inglesa y a tan pocos preocupados por lo que las incómodas cifras de la crónica roja nos vienen a gritar.
La próxima vez que algún adicto a las maratones de series me pida una recomendación, le daré las direcciones de las cuentas memoriales surgidas en torno al Mono Vaster. Podrán ver cómo los posteos con juramentos de venganza los llevan a los perfiles de residentes en Santiago 1 y de su hija, hoy también adolescente, quien vive sedienta de justicia, pero no de la que nuestra sociedad le puede dar. Esta sí que es una historia que no tiene capítulo final. Y que, como tantas otras adolescencias -incluidas muchas de las propias- preferimos negar.