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No ignorar lo que el territorio sabe

Antofagasta no solo ha aportado históricamente al desarrollo económico de Chile, sino que ha forjado modelos innovadores de gobernanza y redistribución desde la experiencia territorial.

En los debates sobre desarrollo nacional, pocas veces se reconoce lo que las regiones han aprendido con esfuerzo, desde el terreno. Y menos aún se valora que ese conocimiento acumulado, probado y compartido ha dado forma a innovaciones institucionales concretas. La Región de Antofagasta es ejemplo de ello.

Nuestra historia productiva no solo ha sostenido la economía del país; también ha generado aprendizajes únicos que hoy permiten diseñar políticas públicas desde el territorio, con una mirada más justa y eficiente. Ignorar esa experiencia viva no solo es injusto, es un error estratégico.

Bajo ese principio, nuestra región ha liderado iniciativas inéditas como la Estrategia Minera de Antofagasta, que articula a todos los sectores vinculados a la minería con un propósito común: mejorar la calidad de vida de quienes habitamos esta tierra. También fuimos pioneros en avanzar hacia una retribución equitativa para los territorios. La Ley de Royalty Minero, impulsada por el senador Esteban Velásquez, marcó un hito: por primera vez, las comunas productoras -y muchas otras del país- acceden directamente a recursos que provienen de su propia riqueza.

A eso se suma un modelo inédito en el país: la producción de litio bajo un contrato de arrendamiento con Corfo, que destina un porcentaje de las ventas a los gobiernos locales. Este mecanismo ha sido clave para financiar proyectos de inversión pública con pertinencia territorial. Proyectos que no vienen impuestos desde Santiago, sino que nacen de las propias necesidades de nuestras comunidades.

Por eso, creemos que la descentralización debe avanzar, no retroceder. Y ese mismo principio debiese guiar la discusión sobre el reciente acuerdo entre Codelco y SQM, que no solo garantiza la continuidad de la producción de litio en el Salar de Atacama, sino que asegura la mantención de recursos descentralizados que hoy atienden necesidades reales de nuestra región.

En momentos donde se alzan voces exigiendo mayor poder para las regiones, éste es el momento de demostrar coherencia. Algunas críticas al acuerdo parecen más motivadas por el ajedrez político o intereses particulares que por un compromiso real con el desarrollo regional. Poco se ha dicho del capital humano que se ha formado en torno al litio -y al cobre- en casi treinta años; del rol estratégico que han asumido nuestras universidades en investigación aplicada y formación técnica; de la gobernanza que se ha construido desde lo local con visión de futuro.

Porque el valor de la continuidad operacional no es solo económico: es social, institucional y humano. Es parte del capital social que hemos construido. Y lo que deberíamos estar discutiendo es cómo este contrato puede convertirse en un modelo replicable para otras industrias estratégicas. ¿Cómo extendemos esta fórmula, donde comunidad, región y Estado comparten, como en este caso, el 85% del margen operacional? ¿Qué otros sectores pueden operar bajo un estándar similar de colaboración y redistribución?

Es tiempo de elevar el debate. De dejar fuera los cálculos menores y pensar en serio el desarrollo del país desde sus territorios. Partir de cero, en este caso, sería desconocer lo que la Región de Antofagasta ha construido con esfuerzo y visión. También sería ignorar una oportunidad única para aumentar la participación del Estado en el litio y consolidar una vía efectiva de descentralización fiscal.

Desde nuestra región lo sabemos bien: el desarrollo sostenible no se impone ni se improvisa. Se enseña, se aprende y se hereda. Y bajo esa lógica, este acuerdo puede marcar una diferencia real si se construye con humildad, reconociendo que el conocimiento más valioso no siempre está en los informes, sino en la experiencia viva del territorio.

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