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Nomen est omen

Culpas van y culpas vienen. En los últimos días, los dardos apuntan a la informalidad del arrendatario chino, que ocupaba el lugar desde hace casi un año. Lo cierto es que el dueño del inmueble es, por ley, el responsable de mantener y proteger un monumento histórico.

Siguiendo la suerte de tantos otros cines y teatros que terminaron en ruinas o, en el mejor de los casos, reconvertidos en centros evangélicos, ferreterías, bodegas o funerarias —como los teatros Imperio y Esmeralda, o los cines Carrera, Mayo, Rex, Royal y Astor, por citar algunos—, el Nilo fue, hasta hace unos días, la bodega de un empresario chino que probablemente nunca se enteró de que, en uno de los muros que sostenían el edificio que albergaba su negocio, sobrevivía a duras penas el mural Terremoto de Nemesio Antúnez. La obra, ganadora de un concurso convocado en 1958 por los arquitectos del edificio, Emilio Duhart y Sergio Larraín García-Moreno, y declarada Monumento Histórico hace exactamente 14 años, se evaporó con el incendio que destruyó el inmueble, ubicado en 21 de Mayo con Santo Domingo.

Culpas van y culpas vienen. En los últimos días, los dardos apuntan a la informalidad del arrendatario chino, que ocupaba el lugar desde hace casi un año. Lo cierto es que el dueño del inmueble es, por ley, el responsable de mantener y proteger un monumento histórico. Lo cierto es también que el Estado debería asegurar el financiamiento necesario para que esa protección sea posible, porque de nada sirve un instrumento sin recursos para implementarlo. Lo cierto es que, si ni el propietario del inmueble sabía de la declaratoria, mucho menos podría saberlo el inquilino asiático, así como tampoco lo supo, probablemente, quien durante años utilizó el mural como soporte para los afiches de la cartelera porno del Nilo, una vez que este cambió el rumbo de su oferta cultural a la oferta de películas XXX. A mayor abundamiento, el ir y venir de la pegatina de los panfletos había ocasionado daños irreparables a la obra de arte, que se dejaban ver a ambos lados de la grieta que la partía en dos, de arriba abajo, después del terremoto de 2010, y que, por supuesto, llevaba 15 años sin ser restaurada.

Terremoto, una ironía trágica, un nombre premonitorio, un nomen est omen para un fatídico final, especialmente para quienes, acostumbrados a llorar sobre la leche derramada —y sobre todo en cuestiones de conservación del patrimonio—, encienden las alarmas siempre a destiempo y cuando ya no hay más remedio que apuntarse con el dedo.

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