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Ozzy Osbourne: el eco de su voz

Fue también un profeta involuntario; un hippie desaliñado y tartamudo que sin pretenderlo fundó una religión sin templos, pero con acordes oscuros, letras apocalípticas, y multitudes entregadas a la más revolucionaria fórmula con que se haya reinventado el rock en las últimas décadas.

A veces cuando se apagan las luces y suena el último acorde, lo que queda no es solo silencio. A veces, también queda un eco áspero, cargado de locura y belleza, y que resonará para siempre en los que lo entendieron como un llamado. Ese eco es la voz de Ozzy Osbourne.

El llamado “príncipe de las tinieblas” ha muerto a los 76 años de edad y a solo 17 días de haberse despedido para siempre de los escenarios. Y con él, no solo se va una de las leyendas más señeras del rock pesado, sino también una forma de entender la vida misma. John Michael Osbourne no fue únicamente el cantante de Black Sabbath, ni el insólito protagonista de un innecesario reality familiar en MTV. Fue también un profeta involuntario; un hippie desaliñado y tartamudo que sin pretenderlo fundó una religión sin templos, pero con acordes oscuros, letras apocalípticas, y multitudes entregadas a la más revolucionaria fórmula con que se haya reinventado el rock en las últimas décadas.

Nació en Birmingham, en esa Inglaterra gris de la posguerra, y como muchos de su generación lo tenía todo para perder. Su destino parecía el mismo de tantos chicos sin horizonte; pero ocurrió que el cine de terror de la Hammer Films; la religión y lo oculto como tensión constante durante su niñez; y la matriz emocional del barrio obrero donde se crió, formaron una estética que lo obsesionó y que le dio un lenguaje propio.

Ozzy tenía apenas 22 años de edad cuando inauguró el heavy metal, recitando una frase tenebrosa y espectral: “What is this that stands before me?”. Esa frase, pronunciada con una mezcla de espanto y fascinación, no solo funda un estilo musical en ese recordado debut de Black Sabbath; sino también una nueva sensibilidad sonora y emocional. A diferencia de sus contemporáneos, todavía anclados en las raíces del blues y la sicodelia, la voz de Ozzy Osbourne no intentaba ser virtuosa ni seductora: Al contrario, era una voz helada, monocorde, como si narrara desde el otro lado del velo, con los ojos abiertos y mirando hacia el abismo, como si estuviera contemplando al que nosotros nunca podremos ver. Ozzy cantaba como un médium y su timbre inconfundible, como dos voces fundidas en una sola, transformó ese primer verso en el grito inaugural de un género que, como él, siempre se sintió al margen de lo establecido.

Ozzy fue también un canon y un símbolo de contradicción. Sumando años y excesos, se convirtió en el loco lindo, en el bufón entrañable, el delirante que “comía” murciélagos en escena, pero también en el que dedicaba canciones a su esposa como si fueran cartas escritas desde el manicomio de su mente.

Ozzy fue mucho más que música; fue una forma de habitar el mundo. Y hoy que parte, entendemos que su figura temblorosa y sus frases a medio hilar nunca escondieron ignorancia ni decadencia.

Simplemente, era otra clase de sabiduría. La del sobreviviente. La que escribió en canciones, la que veía cuando miraba hacia el abismo. La del hombre que supo que el infierno no está en el más allá, sino aquí. Y aun así, decidió cantar.

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