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Lollapalooza y Parque O’Higgins: nostalgia y desafío

No se trata solo de volver al mapa anterior. Lo que está en juego para 2026 es si Lolla Chile volverá ser lo que fue en ese lugar. El festival ya tiene suficiente trayectoria como para esperar que esta vuelta no se quede en una postal de reencuentro con árboles conocidos.

Lollapalooza Chile vuelve a casa. Al menos, eso se ha escuchado tras la confirmación de que el festival más importante del país regresará en 2026 al Parque O’Higgins, ese espacio donde echó raíces por más de una década -entre 2011 y 2019- y donde construyó, no solo parte de su mejor historia, sino también una rutina cultural insoslayable del calendario musical del primer trimestre.

Fue en ese lugar donde ocurrieron algunos de sus momentos más memorables: el multitudinario debut de Foo Fighters en 2012, el monumental show de Pearl Jam en 2013, la electrizante presentación de Arcade Fire en 2014, la visita de Metallica en 2017, Lana del Rey en 2018 y la aplaudida actuación de Kendrick Lamar en 2019. El Parque O’Higgins no era solo un lugar físico, era la postal emocional de cada marzo, un ritual urbano con coordenadas conocidas y un relato compartido.

Sin embargo, en 2022, después de la pandemia, el festival se trasladó a Cerrillos. La decisión se debió a una combinación de factores: tensiones con las autoridades municipales de turno, restricciones de uso del parque y la necesidad de mayor flexibilidad logística. Cerrillos, seamos justos, no fue un simple reemplazo: ofrecía una explanada más amplia, con mejores accesos vehiculares y facilidades para la producción, menos interferencia con vecinos y mayor capacidad para recibir público. De hecho, permitió una expansión significativa de los escenarios y zonas de activación, e inauguró una nueva cartografía para grandes shows en la ciudad.

Pero aún con esas ventajas objetivas, algo no terminó de calzar. La mudanza a Cerrillos nunca logró cuajar como una “nueva costumbre”. Faltaba arraigo, memoria compartida, referencias afectivas. Porque si bien los festivales son experiencias acotadas por naturaleza, también tienen historia. Y ése será quizás el mayor desafío de la edición que viene: que el regreso no se limite al plano físico, sino que implique también un retorno simbólico.

No se trata solo de volver al mapa anterior. Lo que está en juego para 2026 es si Lolla Chile volverá ser lo que fue en ese lugar. El festival ya tiene suficiente trayectoria como para esperar que esta vuelta no se quede en una postal de reencuentro con árboles conocidos. Aquí la nostalgia no basta y será necesario un line-up a la altura del hito, uno que honre esa etapa temprana en que el cartel era motivo de orgullo nacional y sorpresa internacional. Porque si algo definió la primera etapa de Lollapalooza en Chile fue su capacidad de instalarse como un espacio de novedad, riesgo curatorial y, sobre todo, de identidad generacional.

Hoy, en un contexto donde estos eventos se han multiplicado, las fórmulas se han estandarizado y la experiencia de asistir se ha vuelto cada vez menos excepcional, la pregunta de fondo es si será posible recuperar el asombro inicial. ¿Puede la mudanza al Parque O’Higgins significar algo más que un cambio de coordenadas? ¿Alcanzará para una renovación en la propuesta artística y un reencuentro con su espíritu fundacional?

Los lugares importan, pero lo verdaderamente importante es lo que sucede en ellos. Si el regreso al Parque O’Higgins se queda solo en la cómoda cercanía del spot conocido, será un retorno a medias. Pero si marca también un reencuentro con la ambición creativa de sus mejores años, entonces sí podremos hablar de una verdadera vuelta a casa.

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