Además de ser un espacio de reunión familiar, identidad cultural y celebración nacional, las Fiestas Patrias son, sin duda, un motor de consumo. El año pasado, por ejemplo, la Cámara de Comercio de Santiago estimó en cerca de 200 mil pesos el gasto extra de cada hogar asociado a esta celebración, mientras que los aguinaldos —aporte que busca aliviar estos gastos— fluctuaron entre los 59 mil y los 85 mil pesos (este año se proyectan entre 61 mil y 88 mil pesos). Esta brecha entre ingresos temporales y gastos extraordinarios pone en evidencia una dinámica que, aunque ampliamente normalizada, es riesgosa.
Lo que para muchos debiera ser una oportunidad de encuentro y alegría, termina convirtiéndose, entonces, en una carga financiera, que con frecuencia se sostiene mediante crédito de corto plazo y no mediante ahorro planificado. Este fenómeno no es nuevo, pero sí cada vez más preocupante. La Comisión para el Mercado Financiero (CMF) lo ha advertido reiteradamente en diversas campañas sobre “endeudamiento responsable”, apuntando a los riesgos asociados al uso poco informado del crédito en estas fechas, en las que el entusiasmo colectivo suele opacar la prudencia económica.
El problema no radica únicamente en el crédito. Después de todo, el crédito, cuando es bien utilizado, es una herramienta legítima de inclusión financiera. La raíz del problema es más profunda: la falta estructural de educación financiera en la población, que lleva a miles de familias chilenas a tomar decisiones económicas inadecuadas, sin evaluar correctamente su capacidad de pago, sin distinguir entre gasto e inversión, y sin una visión clara del impacto futuro de sus actos presentes.
Según datos del mercado, 1 de cada 3 personas que tiene una deuda reporta haber sobrepasado su capacidad de pago. Este antecedente por sí solo debería ser un llamado urgente de atención. Más allá de la estadística, lo que debe preocuparnos es la precariedad en la que muchas familias quedan una vez que pasan las celebraciones: tarjetas sobregiradas, avances en efectivo con tasas exorbitantes, y compromisos adquiridos sin planificación alguna. Todo esto tiene consecuencias no solo económicas, sino también sociales y emocionales.
Septiembre se transforma en un mes crítico en este sentido porque combina el deseo legítimo de celebrar con una cultura del consumo que incentiva el gasto, y un sistema financiero que ofrece múltiples formas de endeudarse, muchas veces sin una adecuada comprensión de los términos, costos y riesgos asociados. La ausencia de educación financiera deja a las personas en una posición de vulnerabilidad estructural. En otras palabras, se enfrentan a un mercado complejo con herramientas conceptuales básicas, casi intuitivas, que no están a la altura del desafío.
La educación financiera no puede seguir siendo vista como un complemento opcional en la formación ciudadana. Debe convertirse en una política pública prioritaria y transversal. No estamos hablando solo de enseñar a ahorrar o a llevar un presupuesto, aunque sean herramientas fundamentales, sino de formar ciudadanos capaces de comprender la lógica del sistema financiero, distinguir entre consumo necesario y superfluo, evaluar alternativas de financiamiento y anticipar las consecuencias de sus decisiones económicas.
El bienestar de nuestras familias no solo depende de cuánto podemos gastar, sino de cuán preparados estamos para decidir con responsabilidad. De esta manera podríamos construir un país con mayor estabilidad financiera, menor estrés económico y, en última instancia, con una ciudadanía más empoderada y resiliente. Al final se trata de que, no por disfrutar unos días, terminemos pasándolo mal y agobiados por las deudas.