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La indiferencia: anestesia de nuestro tiempo

No se trata de reclamar grandezas heroicas, sino de algo más simple y profundo: despertar de la anestesia. Reconocer que mientras sigamos indiferentes, ninguna institución ni liderazgo podrá sostener la paz. La pregunta que queda abierta no es qué hacen “los otros”, sino qué estamos dispuestos a hacer nosotros para que la indiferencia no siga siendo la norma del siglo XXI.

Vivimos un tiempo en que las bombas caen sobre Gaza, sobre Ucrania, sobre tantos rincones del planeta, y sin embargo la reacción de medios, líderes y ciudadanía global apenas se inmuta. Gobiernos calculan, mercados corrigen, y la sociedad global —saturada de titulares— parece mirar hacia otro lado. Nos acostumbramos al horror de la violencia en su amplia expresión, lo volvimos paisaje.

Esta indiferencia no es casualidad, es síntoma de un mundo fracturado. Las potencias juegan a la geometría de los intereses: condenan en discursos solemnes, pero negocian tras bambalinas lo que conviene a su energía, a su seguridad o a su economía. Las instituciones que deberían sostener la paz —ONU, Consejo de Seguridad, coaliciones regionales— se han vuelto escenarios de vetos cruzados y diplomacia vacía.

Lo que más me inquieta es la anestesia social: la normalización de la violencia. Nos indignamos unas horas en las redes y después pasamos al siguiente escándalo. La repetición del horror nos ha robado la capacidad de conmovernos, como si los muertos fueran números y no vidas.

África es hoy otro espejo de esa indiferencia. Golpes de Estado, guerras civiles y hambrunas dejan millones de desplazados, pero rara vez ocupan las portadas internacionales. La tragedia humanitaria en Sudán o en el Sahel se vive casi en silencio, como si esas vidas valieran menos por estar lejos de las rutas del petróleo o de los mercados financieros.

En Nepal, la prohibición del uso de redes sociales encendió un levantamiento social que terminó derrocando al gobierno. Fue un grito contra la represión y la corrupción, un reclamo ciudadano por derechos fundamentales. Y, sin embargo, la comunidad internacional reaccionó con tibieza, como si el destino democrático de un pequeño país en el Himalaya no importara a la estabilidad global.

En Medio Oriente, Israel amplió el radio de su guerra y golpeó más allá de Gaza: ataques en Doha y bombardeos en Yemen que dejaron secuelas relevantes. Hechos gravísimos, pero que ya parecen diluirse en el ruido de la agenda internacional, como si fueran solo un episodio más en un conflicto interminable. O tal vez el miedo a algo más violento, nos frena a poner límites.

En Europa, Rusia intensificó su ofensiva y un ataque alcanzó territorio de Polonia, miembro de la OTAN. Un hecho que en otras épocas habría encendido todas las alarmas de seguridad colectiva, pero que hoy apenas despierta un puñado de declaraciones y un par de titulares antes de ser desplazado por otras noticias.

Y en América Latina, la indiferencia se expresa frente al avance de democracias cada vez más autoritarias y al poder corrosivo de los carteles de droga que someten a la ciudadanía. En muchas naciones la gente vive atrapada entre la violencia del crimen organizado y la indiferencia de Estados débiles o cooptados, mientras el resto del mundo solo mira de reojo, sin asumir que estas crisis también erosionan la democracia global.

Indiferentes y con miedo a actuar, nos hacemos cómplices. Silenciosos, alimentamos la impunidad. Quizás este sea el mayor riesgo de nuestra era: no la guerra misma, sino la indiferencia con la que la contemplamos.

No se trata de reclamar grandezas heroicas, sino de algo más simple y profundo: despertar de la anestesia. Reconocer que mientras sigamos indiferentes, ninguna institución ni liderazgo podrá sostener la paz. La pregunta que queda abierta no es qué hacen “los otros”, sino qué estamos dispuestos a hacer nosotros para que la indiferencia no siga siendo la norma del siglo XXI.

Es tiempo de recuperar la capacidad de conmovernos, de indignarnos, de actuar. Porque si dejamos que la indiferencia se convierta en costumbre, habremos perdido no solo la paz, sino nuestra propia humanidad.

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