Los debates sobre la decadencia de la democracia, el pesimismo sobre el futuro de la institucionalidad en el mundo, pero especialmente en Latinoamérica, parece ser un tema que obsesiona a académicos, políticos y genera espacios de duda entre los actores relevantes de la sociedad, y esencialmente en la gente que recibe información manipulada tendenciosamente para generar, simplemente, temor.
Temor a perder seguridad, libertad y convivencia, en manos de mesiánicos dogmáticos que sobreviven enfrentando a unos con otros.
En estos tiempos de manipulación, sólo hay que decir que el secreto de mantener las democracias frente a los autoritarismos y populismos disfrazados de demócratas es, simplemente, gobernar bien. Así de fácil y así de difícil.
Gobernar bien, es la barrera que frena la insatisfacción y la frustración individual y colectiva que erosiona el tejido social de un país, y es la respuesta para aquellos políticos trasnochados que culpan a la gente por la falta inteligencia en el voto. Esos mismos políticos pseudo democráticos, socavan así la esencia de la democracia pluralista.
La gente no se equivoca antes, porque no puede ver el fin desde el principio, se aferra a una promesa de campaña y a la imagen de un candidato, que de ser electo, solo tiene como mandato cumplir con esa promesa.
Está claro que las tentaciones que terminan en los actos de corrupción, la ineptitud para decidir más allá de un relato, la falta de calidad política para generar acuerdos y para entender que se gobierna para un todo y no para una parte, determinan un resultado final que se traduce en la decepción y frustración, campo de cultivo perfecto para la llegada de falsos mesías.
Pero en este juego democrático hay que tener claro que la gente se siente defraudada después, nunca antes de elegir. El problema es que el desencanto a veces llega demasiado tarde, y es entonces cuando un populista disfrazado accede y se apropia del poder neutralizando la o institucionalidad vociferando su verdad como “la verdad”.
La democracia no está en riesgo porque la gente no vota de manera inteligente, sino por quienes se arrogan el título de inteligentes y tratan de imponer una supremacía social que vuelve a erosionar las voluntades.
Un círculo interminable que divide, que coarta la libertad en todos sus aspectos y por ende a la convivencia pacífica.
Para eso es clave definir como propósito superior a la paz social a la que hay que defender de los extremos voraces, esos que se esconden en riñas menores aprovechando el adormecimiento y que no se esfuerzan por lograr la cohesión, algo que va contra sus mediocres intereses de divide y reinarás.
En política, dar es más.
Aquí juega el poder de la intención, el poder de establecer relaciones auténticas con socios y acuerdos con los adversarios desde una cultura de colaboración que quien gobierna debe construir.
En definitiva la democracia se defiende gobernando bien, lo que implica darse cuenta de lo que falta, decidir, integrar para unir y evaluar para aprender del error y resolverlo. No se aprende en un curso, se tiene por sensibilidad y capacidad relacional.
No estoy con el pesimismo democrático, creo de manera optimista que siempre, al final del túnel, la moderación de los “tibios” con coraje se impone a la mediocridad.