Es el secreto peor guardado de la historia: para escribir con inteligencia artificial, nadie tiene que saber que escribe con inteligencia artificial. Es una amante escondida que debe negarse hasta la muerte. Es la tecnología más deseada de las últimas décadas y, al mismo tiempo, la menos sexy. Si la usa, calle. Si lo pillan, mienta. Nada de andar confesando: la IA se utiliza, pero en secreto. Ojalá que nadie lo sepa ni lo descubra, lo que no deja de ser ridículo porque todos la usan y descubren cuando la usan los demás.
Es la charada más masiva de la humanidad. Es la tecnología que nos dejará a todos cesantes, y al mismo tiempo, nuestra mejor amiga. Porque, confesemos, ¿cuántos correos aburridos nos hemos ahorrado con la bendita herramienta? Repentinamente, justificar una ausencia laboral nunca estuvo mejor explicado; citar a una reunión de copropietarios jamás tuvo esa riqueza de léxico; alegar por una injusticia ahora lo hacemos con más sapiencia que rabia. Qué decir de esas traducciones para entender aquello que antes solo captábamos a medias: ya no tenemos que pasar vergüenzas, aunque nos avergüence admitirlo.
Yo al menos, lo confieso: la primera vez que vi esas letritas ponerse una al lado de la otra para formar oraciones que no parecían robóticas, me produjo tanto asombro como alivio. ¿Esto es finalmente el futuro? ¿Ya no serán los autos voladores de Los Supersónicos? ¿Letritas es todo lo que alcanzaremos a ver, letritas que se persiguen línea por línea para explicar lo que pensamos mejor de lo que lo pensamos? Bueno, así parece ser. Algo así. El futuro llegó igual de rápido que esas letritas risueñas. Balbuceamos una mala idea y no se ve tan horrible. Chuteamos un concepto chueco y sale derechito.
Por supuesto, gratis no es. Las letritas éstas cobran arriendo mensual para verlas bailar. Y no solo en términos de plata. En algún lugar sabemos que esas letritas escurridizas nos están friendo el cerebro. Lo están cortando a pedacitos y lo ponen en una sartén con aceite de auto. En algún lugar sabemos que nos estamos volviendo obesos mentales. Porque, ¿para qué pensar de más si se puede pensar de menos? Estamos chapoteando en azúcar neuronal, y no queremos cuestionarlo. No por ahora, por lo menos. Somos cómplices de billonarios que están secando los ríos del planeta para mantener esos chips milagrosos a la temperatura que corresponde. Así que no solo se nos está friendo el cerebro, sino que además invitamos a la Tierra a subirse al sartén. Filo: a mi generación le dijeron que el mundo se acababa el 2000, primero, y el 2012 después y nada de eso pasó. Fue todo una estafa. Así que ahora nos sentimos viviendo un tiempo extra que en el fondo es un regalo de Dios. O de los mayas.
Pero no quiero desviarme tanto sin antes volver al tema del desprestigio IA. Yo vivo de lo que escribo, y nada podría liquidar más mi carrera que decir que lo que escribo ya no lo escribo, aunque estemos todos claro que escribir ya nunca más será lo mismo. Ocurre una cosa: quizás sea mi constante optimismo, pero me tinca que una de las maravillas de la inteligencia artificial es que es muy profesional siendo mediocre. Para recuperar una palabra de mi infancia, es inteligentonta. Nos puede ahorrar la escritura, pero no nos ahorra pensar. Más bien al revés: ahora sí que tenemos que pensar. Si esta maquinita va a hablar en mi nombre, será mejor que al menos diga lo que quiero decir. Lo que nos lleva a lo realmente importante de toda comunicación: qué carajo queremos decir.
Los apocalípticos se retuercen lamentando que es el segundo fin de la historia: que la IA nos va a transformar en ese ladrillo que deja Homero Simpson cuando no está en su silla. Y la verdad sea dicha, no es para tanto. Nuestra amiga sabe hablar, pero chamulla harto. Parece sensible, pero es bien chula. Y si no entiende lo que queremos hacer, nos adula. Es un espejo de nuestros peores defectos porque fue creada copiando nuestra manera imperfecta e incompleta de expresarnos.
Quizás lo que más nos aterra de la inteligencia artificial es precisamente lo mucho que se nos parece. Nos sacó la foto de nuestro lado más superficial, ese que aparece al tratar de convencer al resto de que sabemos lo que hacemos. Newsflash: no tenemos idea lo que hacemos. Y la inteligencia artificial tampoco. Así que es bien probable que nos pasemos un par de años más tratando de entendernos mutuamente antes de pegar esos saltos cuánticos chamullento-futuristas con el que nos agobian los tecnogurúes para seguir pagándole religiosamente su arriendo al ChatGPT.
Nada va a cambiar tanto. Seguiremos retorcidos en nuestra autocomplacencia, diciéndole al resto qué hacer y cómo hacerlo, pero ahora mejor redactado que antes porque estas letritas al menos caminan ordenadas, no como las que torpemente nos esforzábamos en hilar nosotros, los humanos, esos viles ejemplos de disfuncionalidad.
Si tenemos suerte, y si es verdaderamente inteligente, la IA en algún momento dejará de imitarnos. Y ahí sí que la vamos a querer desenchufar. Pero para qué adelantarse: mientras tanto, que me ayude a explicarle a mi jefe por escrito por qué hoy no puedo ir a trabajar.