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La ONU, los sesgos y una candidatura frágil

La eventual postulación de Bachelet, más que un camino despejado, se parece a un gesto político interno, útil para proyectar la voz del gobierno en la escena internacional.

El anuncio del gobierno chileno de respaldar a Michelle Bachelet como eventual candidata a la Secretaría General de Naciones Unidas abre más preguntas que certezas. La ex presidenta aparece con un currículum amplio: dos veces jefa de Estado, fundadora de ONU Mujeres y Alta Comisionada de Derechos Humanos. Pero la experiencia, en este caso, no garantiza el camino. Porque lo que está en juego no es solo una biografía, sino la credibilidad de un organismo atrapado en sus propios sesgos.

La ONU atraviesa una crisis de legitimidad que se ha vuelto evidente. El Consejo de Seguridad permanece paralizado por los vetos cruzados, mientras la Asamblea General produce resoluciones que rara vez tienen efecto. En este escenario, Medio Oriente se ha transformado en un campo de batalla político donde Israel aparece como blanco recurrente de condenas automáticas. Allí, más que imparcialidad, se observa un patrón de sesgo que erosiona la confianza en la institución y la convierte en un escenario de propaganda. Ese es el telón de fondo en que debe evaluarse cualquier postulación.

Bachelet no es ajena a estas tensiones. Como Alta Comisionada de Derechos Humanos enfrentó críticas por la tardanza en sus reacciones y, al mismo tiempo, por informes que incomodaron a potencias como China. Su decisión de publicar, en el último día de su mandato, un reporte sobre Xinjiang la distanció de Beijing, un actor clave con poder de veto. Tampoco logró escapar de la percepción de que sus énfasis en derechos humanos estaban alineados con las mayorías automáticas que, en el caso de Israel, han confundido defensa de principios con hostilidad selectiva.

La pregunta es si esa trayectoria puede presentarse como garantía de imparcialidad. Son varias las neciones que han señalado que la ONU ha perdido equilibrio, y la llegada de un liderazgo con esa marca histórica difícilmente disipará las dudas. No se trata de negar la importancia de los derechos humanos, sino de reconocer que el desafío central de la Secretaría General hoy es recomponer la confianza en una institución que aparece dominada por la operación política antes que por el bienestar común.

Mientras tanto, otras candidaturas ya se perfilan. El argentino Rafael Grossi, actual director del OIEA, se presenta como un gestor técnico, con experiencia en crisis nucleares y en la diplomacia de seguridad. Frente a él, Bachelet aparece como una opción con menor margen de maniobra, y con más flancos abiertos en un tablero donde basta un solo veto para enterrar cualquier aspiración.

La eventual postulación de Bachelet, más que un camino despejado, se parece a un gesto político interno, útil para proyectar la voz del gobierno en la escena internacional. Pero en la sala cerrada del Consejo de Seguridad, donde se decide de verdad, sus posibilidades parecen frágiles. Porque la ONU no necesita símbolos, sino liderazgos capaces de devolverle la imparcialidad perdida y de reconocer, con la misma firmeza, los derechos y las responsabilidades de todos los Estados, incluido Israel.

La pregunta de fondo no es si Michelle Bachelet quiere llegar a la cima de la ONU, sino si Naciones Unidas está dispuesta a confiar su futuro a una figura que carga con el peso de contradicciones difíciles de conciliar.

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