Como cada año, el Gobierno tiene hasta el 30 de septiembre para presentar el proyecto de Ley de Presupuestos del sector público. Pero este no es cualquier presupuesto: será el último que ingrese la actual administración y, por lo mismo, el primero que deberá ejecutar casi íntegramente el próximo gobierno. Un detalle no menor, considerando que quienes actualmente están en La Moneda nos han acostumbrados a cálculos errados y proyecciones que luego se desmoronan.
Ya hemos vivido la experiencia de ingresos que nunca llegaron y gastos subestimados que después explotan como deudas escondidas. No sería deseable que, en marzo de 2026, la nueva administración se encuentre con sorpresas debajo de la alfombra que pongan en jaque las arcas fiscales. Si queremos una transición ordenada, la sinceridad debe ser la primera partida del presupuesto.
El contexto no es alentador: crecimiento económico escaso, inversión estancada y un mercado laboral que no despega. Con esa realidad, pretender inflar las proyecciones de ingresos sería, en el mejor de los casos, un acto de voluntarismo y, en el peor, un autoengaño con consecuencias muy costosas. El país no necesita más recursos malgastados; lo que urge es más gestión y eficiencia en el uso de lo que ya existe.
Por lo mismo, el Gobierno, en lugar de hacer malabares contables, debería concentrarse en ordenar la casa. No más “optimismo fiscal” que termina siendo pagado por todos. Que no se confunda creatividad con irresponsabilidad: los presupuestos son para administrar la realidad, no para decorar un PowerPoint. Y, de paso, ojalá que al menos esta vez el PPT esté bien hecho, porque ya hemos visto a la propia Directora llegar con presentaciones con errores.
En definitiva, el Presupuesto 2026 no puede transformarse en la trampa en que caigan los que vienen, ni tampoco en la deuda que asuma el próximo gobierno. Si el oficialismo quiere mostrar responsabilidad, este es el momento. La oposición, por su parte, tendrá que mirar con lupa cada línea y cada supuesto, porque esta vez no hay margen para dejar pasar errores: lo que se apruebe hoy será el problema o “la oportunidad” de mañana.
El país merece un presupuesto sincero, prudente y ajustado a nuestra realidad; lo que no se haga bien ahora recaerá sobre la administración que llegue en marzo. Cada sobreestimación de ingresos o gasto comprometido sin respaldo real se traducirá en restricciones y ajustes que no serán culpa del nuevo gobierno, sino de la falta de rigor de quienes hoy manejan las partidas. La transparencia fiscal no es solo una buena práctica: es un deber con todos los ciudadanos que esperan decisiones fiscales acertadas.