El martes en la noche, Gabriel Boric interrumpió la teleserie para hablar de números. Quince minutos de cadena nacional que no fueron exactamente sobre presupuesto sino sobre algo más antiguo: la necesidad de volver a ganarle a José Antonio Kast. Sin nombrarlo —porque nombrarlo sería darle demasiado— le recordó al país que prometer recortar seis mil millones de dólares sin decir de dónde es, además de irresponsable, bastante torpe.
Kast respondió en horas. Lo llamó cobarde, corrupto, mentiroso. Dijo que empezaría los recortes por “todos los funcionarios corruptos” que Boric metió al gobierno. No dijo cuáles. No importa: la acusación cumplía su función de sonar grave sin arriesgar nada concreto.
Que la cadena nacional haya provocado que el candidato republicano “perdiera la cadena” no es casual: era un mensaje directo al electorado de centro que teme ajustes draconianos. La escena retrata una política chilena que juega su propia “tercera vuelta”: mientras la oposición sueña con terminar de ajustar cuentas con el Frente Amplio, el Gobierno busca amarrar su legado. En ese juego, el estilo importa tanto como el fondo. Una cosa es interpelar a un adversario con datos; otra es salirse de madre.
El debate sobre el Presupuesto de 2026 recién comienza, pero ya deja una lección: quien quiera gobernar debe explicar de dónde sacará los recursos. Y, de paso, mantener la cadena en su sitio. Y así estamos de nuevo. La tercera vuelta. La revancha. El partido que se juega cada vez que estos dos se cruzan, aunque sea por cadena nacional.
Las elecciones que enfrentan a Gabriel Boric y José Antonio Kast no solo oponen programas de gobierno; también chocan dos universos personales. El presidente proviene de Punta Arenas y es descendiente de inmigrantes yugoslavos que se asentaron en el sur de Chile a fines del siglo XIX. Su biografía se forjó en las protestas estudiantiles de 2011 y, a diferencia de los políticos tradicionales, llegó al Parlamento en polera y zapatillas, con tatuajes que celebran su patria chica. Cuando asumió, se convirtió en el primer mandatario de América Latina con varios diseños en la piel; la tatuadora Yumbel Góngora cuenta que los tres dibujos que adornan sus brazos y espalda representan paisajes de la Patagonia. Para conquistar al centro, eso sí, Boric cambió la mohawk y las poleras por chaqueta oscura y barba bien cuidada, un guiño a los votantes que desconfían de la irreverencia millennial.
Se enfrentaron no solo dos proyectos de país, dos universos políticos, dos maneras de mirar las cosas sino dos universos personales, dos maneras de ser y pensar. Los dos eran buenos chicos que sus madre y padres seguro quisieron mucho. Los dos descendiente de inmigrante. Todo el resto los separaba. Barba y tatuaje uno, pelo corto y rubio el otro, muchos hijos uno, todavia pololeando el otro. Nacido para despreciarse, o para no admirarse al menos, el presidente Boric acentuó las diferencias al mismo tiempo que ganaba votos moderado con la fuerza de su sonrisa de provinciano recién llegado. La grandeza de su corazón voluntarioso. Ese mismo corazón que aprendió Kast a golpe, los golpes que recibieron sus padres al huir de Alemania y partir de cero en chile, a esconder.
Cuando perdió en 2021, Kast llamó a Boric antes de que terminara el conteo. Le dijo que era el Presidente electo y que merecía respeto. Fue un gesto elegante. Durante veinticuatro horas, Chile creyó que esto iba a ser distinto. No lo fue. Con el tiempo, Kast y los suyos volvieron a tratarlo como un accidente. Como algo que hay que tolerar hasta poder corregirlo. De puertas para adentro saben que Boric no es el desastre que prometieron, pero igual lo miran como una mosca que zumba en el oído. La cadena nacional de esta semana le dio la excusa perfecta para volver a insultarlo, que es parte de lo que explica por qué están ahí.
El programa de Kast se define por oposición. Promete deshacer reformas, recortar gasto, cerrar ministerios. El problema es que muchas de las medidas del gobierno actual —mantener la PGU, subir las pensiones— son exactamente las que cualquier gobierno de centroderecha también haría. Entonces Kast se ve obligado a exagerar. A prometer lo imposible, porque en el fondo no importa si es viable: importa que suene a lo contrario de Boric. Ahí está la trampa. De tanto definirse por lo que no es, Kast termina haciendo a Boric más grande. Le regala el protagonismo. Se obsesiona con él hasta parecerse a él. O al menos hasta ayudarlo a construir su mito.
Mientras Boric y Kast repiten su telenovela, los demás mueven fichas. Jeannette Jara se dedica a mostrar sus heridas personales y políticas. Evelyn Matthei, en cambio, aprovechó el fuego cruzado para mostrarse como la única adulta en la sala. Kast y Boric vuelven a ese pasado que nunca pasa, a reescenificar su irreconciliable soledad. Comete en la refriega Kast el error que le costó la elección. Boric tiene 35 años y ganó la presidencia. Lideró una coalición amplia. Negoció con adversarios. Y ahora, desde La Moneda, sabe exactamente dónde apretar para hacer enojar a un rival. Kast, en vez de despreciarlo, haría bien en reconocer que compite con alguien que, por ahora, juega mejor.
Quien se obsesiona con un enemigo termina contribuyendo a su mito. O peor: termina pareciéndose a él. En esta película ya sabemos cómo termina. Lo raro es que igual queremos verla de nuevo.