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We Are Sudamerican Streamers

El tiempo, como siempre, corrigió los excesos. La irrupción de YouTube democratizó la pantalla y dinamitó el monopolio del cable. Hoy, el video ya no se espera: se busca. Y no hay horarios, ni VJs; pero sí scrolls, algoritmos y fragmentos. En simple: MTV dejó de ser necesario cuando dejó de tener el control. Y el videoclip, ese hijo mimado de los 90, perdió peso cuando todos pudieron hacerlo, pero nadie supo cómo mirarlo.

El cierre de MTV no es solo el fin de un canal de televisión: es la constatación de que una era completa ha quedado atrás. Aquella en que la música tenía rostro, escenografía, relato, presupuesto, dirección de arte y horario fijo. El tiempo en que una pieza audiovisual de tres minutos promedio podía inaugurar una carrera o arruinarla. Una época en que la música popular encontró en la pantalla chica su espejo y su altar.

El 1 de octubre de 1993, cuando MTV Latino abrió su señal con We Are South American Rockers de Los Prisioneros, se cumplía por fin la promesa de que América Latina tendría su propia ventana global. Hoy, tres décadas después, esa pantalla se apaga para siempre.

En su punto más alto, MTV fue una verdadera religión. Su programación llegaba a más de 400 millones de hogares en más de 80 países, con versiones locales en cada continente. La señal latinoamericana alcanzó más de 10 millones de suscriptores y crecía a ritmo vertiginoso. Sus rostros o VJs eran estrellas, sus rankings dictaban modas, sus Unplugged eran liturgias. Shakira, Maná, Café Tacvba, La Ley, Aterciopelados, Molotov o Los Fabulosos Cadillacs se volvieron continentales no solo porque tenían buenas canciones, sino porque MTV los tradujo visualmente al idioma de una generación que creció mirando música, y no solo escuchándola.

Era un ecosistema cerrado, pero coherente: los sellos invertían en artistas, los artistas en imagen, MTV en difusión y el público en discos. Un círculo virtuoso sostenido por la industria y por la certeza de que la música necesitaba verse para brillar. Y quizás ahí está la pregunta que deja flotando este final: ¿la era del videoclip benefició realmente a la música o la secuestró tras el artificio de la imagen?

El videoclip se volvió una forma de arte autónoma en los 90. Directores como Michel Gondry o Spike Jonze firmaban clips como si fueran películas de tres minutos. Y en esa misma exaltación visual nació la trampa de creer que una buena canción debía venir con un buen video para ser completa. MTV consagró de tal manera el poder de la imagen que, sin quererlo, empezó a desplazar a la música de su propio centro.

El tiempo, como siempre, corrigió los excesos. La irrupción de YouTube democratizó la pantalla y dinamitó el monopolio del cable. Hoy, el video ya no se espera: se busca. Y no hay horarios, ni VJs; pero sí scrolls, algoritmos y fragmentos. En simple: MTV dejó de ser necesario cuando dejó de tener el control. Y el videoclip, ese hijo mimado de los 90, perdió peso cuando todos pudieron hacerlo, pero nadie supo cómo mirarlo.

Hoy la música vive en las plataformas: canciones que nacen, explotan y desaparecen en semanas. Y, sin embargo, hay algo paradójico: aunque la imagen ha perdido poder, la música no necesariamente ha ganado. Quizás la sobreexposición visual de aquellos años deformó nuestra percepción de lo esencial. Durante décadas creímos que el videoclip potenciaba la música, pero tal vez la domesticaba. La vestía con la estética del momento, le imponía un rostro, un cuerpo, un contexto que la hacía más digerible, pero menos libre.

Quizás la música ya no necesita pantallas para sobrevivir. Quizás lo que muere con MTV no es la música televisada, sino nuestra necesidad de que alguien la ilumine. El verdadero sentido de este final es aceptar que el sueño de “ver la música” se volvió rutina, y luego ruido.

El día que MTV se apague, el silencio no será técnico: será simbólico. Porque lo que se apaga no es solo un canal, sino la ilusión de una era en que la música tenía cuerpo, cara y contexto.

Hoy seguimos escuchándola -pero sin altar, sin rostro, sin relato-, como si el milagro de verla alguna vez hubiera sido eso mismo: un espejismo de los tiempos en que fuimos, por un instante, sudamericanos y rockeros, antes de convertirnos definitivamente en streamers.

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