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Gobierno en modo avión

En política, como en la aviación, hay algo peor que una turbulencia: que el piloto decida soltar los controles antes del aterrizaje. Eso parece estar ocurriendo con un Gobierno que, a menos de seis meses de despedirse, parece haberse convencido de que ya aterrizó.

En política, como en la aviación, hay algo peor que una turbulencia: que el piloto decida soltar los controles antes del aterrizaje. Eso parece estar ocurriendo con un Gobierno que, a menos de seis meses de despedirse, parece haberse convencido de que ya aterrizó. Dos episodios recientes —el escándalo del cobro extra en las cuentas de la luz y la suspensión del SIMCE en algunos colegios— retratan con precisión esa mezcla de desidia, cálculo político y desorden que termina costándole caro al país.

Partamos por la energía. El escándalo que ahora sacude las cuentas de la luz no nació de una tormenta externa, sino de una falla metodológica tan elemental que resulta casi grotesca. El resultado: consumidores que pagaron más de lo que correspondía y un Gobierno que, tras verse expuesto públicamente a la noticia, pidió la renuncia al ministro Diego Pardow, haciéndolo el chivo expiatorio de una crisis que, en rigor, se extendía mucho más allá de su cartera. Porque si bien Pardow presentó su renuncia, la responsabilidad política no desaparece al cerrar el portón del gabinete: cuando la metodología que regula tarifas eléctricas falló, es el Estado completo el que queda a la deriva.

Luego vino el turno de la educación. La suspensión del SIMCE no obedeció a una decisión pedagógica ni a una revisión técnica, sino a un error operativo tan básico como impresentable: los examinadores simplemente no llegaron a los colegios. Cerca de siete mil estudiantes no pudieron rendir la prueba porque la empresa encargada del proceso falló en su tarea y el Estado, una vez más, reaccionó con una mezcla de sorpresa y burocracia. Se habló de “reprogramar” la evaluación, como si el problema fuera de agenda y no de gestión. La Agencia de Calidad y el Ministerio de Educación intentaron reducir el
episodio a un tropiezo logístico, pero el trasfondo es otro: cuando el Estado no logra garantizar algo tan elemental como aplicar una prueba nacional, el mensaje a la ciudadanía es claro —que la negligencia ya no es la excepción, sino la política pública de turno.

Ambos casos, en menos de una semana, comparten un hilo conductor: un Gobierno que actúa como si ya estuviera de salida, que confunde prudencia con parálisis y gestión con relato. La sensación de “modo avión” se ha instalado: nadie asume las responsabilidades, las alertas suenan sin que nadie las atienda y las turbulencias —energéticas, educativas o institucionales— se acumulan sin control.

La responsabilidad política, sin embargo, no se suspende por calendario. Gobernar hasta el último día implica tomar decisiones impopulares cuando son necesarias, rendir cuentas aunque incomode y sostener el timón con firmeza a pesar de que las encuestas no acompañen. De lo contrario, el costo no lo paga el Gobierno que se va, sino el país que queda.

Quizás el problema no es que el Ejecutivo se sienta de salida, sino que ya se comporta como tal. Y así, mientras las luces del tablero siguen parpadeando, el piloto y su tripulación parecen más preocupados de escribir el discurso de despedida que de garantizar un aterrizaje seguro. Ojalá recuerden que, en política, dejar el avión en piloto automático nunca ha sido una buena idea.

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