El regreso de AC/DC a Chile genera tanta expectación como molestia. No solo por el precio de las entradas, que hace tambalear la vieja idea del rock como lenguaje popular, sino también por un detalle que parece menor, pero dice mucho: no habrá sillas. Nada de butacas ni zonas de descanso para un público que ya peina canas, que carga hijos, créditos y dolencias lumbares, pero que igual estará ahí, dispuesto a saltar -o al menos a intentarlo- cuando suene Thunderstruck.
Hay algo tragicómico en eso. El cuerpo envejece, pero el rito persiste. Los mismos que en 1996 sudaban juventud y cerveza en el Velódromo hoy revisan el cupo de la tarjeta de crédito y el precio del estacionamiento cerca del Nacional. Y, sin embargo, ahí estarán. Porque más allá del músculo, del oído o del bolsillo, AC/DC es una cita con la memoria. Con el ruido que alguna vez nos hizo sentir invencibles.
Sería un error, sin embargo, reducirlo todo a una anécdota sobre la vejez o la inflación. Lo que se juega en este retorno es el peso cultural de una banda que se volvió símbolo universal. Una marca tatuada en el inconsciente colectivo. AC/DC no es solo rock: es un logo, una tipografía, un rayo convertido en sinónimo de energía y resistencia. En un mundo que cambia cada cinco minutos, ellos son lo opuesto: la persistencia como identidad.
Mientras otros se reinventaron, buscaron sofisticación o se rindieron al marketing de la nostalgia, AC/DC eligió la obstinación. Medio siglo tocando, básicamente, la misma canción. Y ese es su milagro: la coherencia absoluta. No hay baladas ni guiños a la moda, solo el mismo riff, el mismo trueno, la misma fe en que tres acordes todavía pueden mover el mundo. Esa terquedad, que en otros sería rutina, en ellos se vuelve mística. Un credo eléctrico que sus seguidores renuevan cada vez que suena Back in Black.
En Chile, el vínculo con la banda tiene una textura especial. Su debut en octubre del ‘96 fue más que un concierto: fue una ceremonia iniciática. Angus corriendo, Brian rugiendo, los cañones, las luces, la multitud gritando For Those About to Rock. Aquella noche el Velódromo del Nacional dejó de ser solo un escenario y se transformó en templo del rock. Muchos guardan esa fecha como una marca en el cuerpo, una memoria que todavía vibra cuando el amplificador vuelve a encenderse.
Treinta años después, AC/DC regresa ya no como emblema de modernidad, sino como rito de continuidad. Esta vez solo vuelven Angus Young y Brian Johnson, los sobrevivientes de una historia escrita con electricidad y sudor. Dos hombres grandes que encarnan esa vieja fantasía del rock como fuerza indestructible.
Volverán ellos, junto a nuevos compañeros, a tocar las mismas canciones ante una multitud que, aunque distinta, busca lo mismo: volver a sentirse parte de algo más grande que uno mismo. Por eso el precio de las entradas (la más barata cuesta 100 mil pesos), la voz cansada de Brian Johnson o la falta de sillas terminan siendo detalles menores. Lo esencial sigue ahí.
La noche del 11 de marzo de 2026, cuando el estadio se oscurezca y suenen las primeras campanas de Hells Bells, miles de personas -algunas con nietos, la mayoría con dolor de espalda- levantarán los brazos como si el tiempo no hubiera pasado. Porque AC/DC, en su forma más pura, representa esa fantasía hermosa: la idea de que el trueno no envejece.