Dicen que Chile Vamos está muerto. Que la debacle electoral fue la lápida definitiva. Que la coalición ya no tiene sentido y que su tiempo, sencillamente, terminó. El diagnóstico tiene el atractivo de la simpleza, pero pasa por alto un punto central: la existencia de Chile Vamos, más allá de su presente electoral, cumple un propósito. Su función no es nostálgica ni testimonial, sino la de actuar como contrapeso y garante de la democracia liberal: ser una derecha que entiende que la legitimidad democrática depende de respetar las reglas, de negociar aun cuando resulte incómodo y de contener los impulsos de una política dominada por estilos confrontacionales, reaccionarios o abiertamente populistas.
La democracia liberal, y esto parece olvidarse con una ligereza inquietante, no es un concepto simbólico ni un ornamento doctrinario: es el marco que ha permitido la continuidad institucional incluso en momentos de tensión extrema. Es la arquitectura que sostiene la alternancia en el poder, que protege a las minorías cuando pierden y que limita el poder de las mayorías de coyuntura. Sin esos bordes, las instituciones dejan de ser árbitro y pasan a ser botín; la política se transforma en guerra cultural permanente y los gobiernos se vuelven episodios breves condenados al péndulo. Durante más de una década, Chile Vamos ha ordenado a la derecha chilena, ha articulado acuerdos legislativos y asegurado gobernabilidad cuando el país más lo necesitaba. No se trata simplemente de una marca -poco importa el nombre que tenga, que, dicho sea de paso, nunca ha sido muy atractivo- sino de una estructura capaz de contribuir al sostenimiento de un proyecto democrático de derecha.
Desde esta perspectiva, la diversidad de las derechas, lejos de ser un problema, es una fuente de virtud. Experiencias recientes muestran que proyectos políticos homogéneos y disciplinados pueden crecer rápido, pero carecen de soporte para sostener mayorías estables y gestionar conflictos en el tiempo. La idea de que Chile Vamos está condenado ignora, por otra parte, la naturaleza dinámica de los ciclos políticos. Es cosa de preguntarle al Frente Amplio cuyo proyecto otrora invencible, hoy se parece al borgiano anhelo que se pierde en la tarde.
Por eso, la tarea no es firmar certificados de defunción ni proponer fusiones sin debate interno. La unidad de la derecha es un imperativo frente a una candidata comunista y continuadora de un muy mal gobierno, pero no puede construirse de rodillas ni con la cabeza gacha. Tampoco sin reflexión, autocrítica y humildad. La derecha histórica tiene peso real: parlamentarios imprescindibles, experiencia acumulada que ninguna épica reemplaza, cuadros técnicos capaces de gobernar y una propuesta programática sin la cual no hay delivery.
Lo que está en juego no es una sigla. Es más bien el riesgo del eterno retorno nietzscheano. La encrucijada entre gobernar cuatro años para repetir el ciclo de frustraciones y volver a entregarle la banda a la oposición o abrir un ciclo virtuoso y de largo alcance para las derechas y el país. El debate recién comienza.