Hay figuras cuya influencia no se mide únicamente por las ideas que dejaron escritas, sino por la persistencia con la que esas ideas siguen ordenando el debate público décadas después. Jaime Guzmán es una de esas figuras. Su legado no se agota en la formación del gremialismo universitario, la fundación de la UDI o su influencia en la Constitución Política de 1980, también se encuentra en la manera de entender el servicio público, en la cultura política que formó generaciones y en una convicción que sigue irradiando fuerza, incluso en un país que ha vivido tiempos inciertos.
Basta mirar el panorama político electoral para constatarlo. Si se ordenaran las afinidades, convicciones y trayectorias de quienes integrarán el próximo Congreso, la bancada más numerosa podría ser la de aquellos formados en los principios e ideas gremialistas. No por etiquetas partidistas, sino por la manera común de mirar y entender Chile y actuar en consecuencia. Esa presencia transversal no es casualidad y responde a dos razones. Primero, porque la obra de Jaime Guzmán no quedó congelada en un período histórico, sino que fue sembrada generacionalmente y, a pesar de los pronósticos agoreros, siguió creciendo. Y segundo, porque el país, en medio de la confusión de los últimos años, vuelve a valorar las certezas que funcionan: lo que algunos llaman viejo es, en realidad, simplemente percibido como sensato.
Esa vigencia contrasta con la figura del presidente Gabriel Boric, que representa justamente lo contrario. Él encarna la antítesis del espíritu gremialista: una política identitaria, ruidosa, centrada en el gesto más que en la obra. Su recordada aparición con una polera que mostraba a Jaime Guzmán baleado no solo fue un agravio personal, sino el reflejo de una forma de hacer política que celebra la descalificación antes que el diálogo. El tiempo, sin embargo, es implacable: mientras su gobierno se desgasta en contradicciones, las ideas que quiso denostar son precisamente las que el país vuelve a mirar con respeto y adhesión.
El legado de Guzmán no se preserva solo en la discusión pública o en las instituciones, sino que se mantiene, sobre todo, en la formación de jóvenes: una tarea silenciosa y cotidiana que evita que las convicciones se evaporen con las modas de turno. Ahí está, quizá, su aporte más profundo: lo que él fundó no depende de una generación, sino de un ideal que se transmite. Cada joven que decide sumarse a este camino demuestra que las ideas no mueren mientras alguien esté dispuesto a encarnarlas. Por eso, al mirar el presente y también el futuro, se vuelve inevitable recordar una frase que resume de buena forma el espíritu con que Guzmán enfrentó la política y la vida: “Nos odian porque nos temen, y nos temen porque nos saben irreductibles”. Esa irreductibilidad no es terquedad; es convicción. Es la certeza de que las ideas importan y que vale la pena sostenerlas incluso cuando soplan vientos contrarios.
El legado de Jaime Guzmán sigue más vivo que nunca. No porque lo repitamos, sino porque lo encarnamos: a pesar de los años, los gremialistas seguimos defendiendo principios que no se negocian y sirviendo al país con la misma vocación que inspiró su obra. Y mientras esa convicción permanezca firme, serena e irreductible, su legado seguirá iluminando el camino político de Chile. Y hay razones para el optimismo: desde marzo habrá una bancada transversal de diputados formados en esos mismos principios e ideas y, muy probablemente, el próximo gobierno será encabezado por liderazgos que también nacieron al alero del gremialismo.