En estos meses han surgido lecturas apresuradas sobre lo que podría significar un eventual triunfo de José Antonio Kast. Algunas voces ya hablan de un “retorno al conservadurismo”, como si se tratara de un viaje automático hacia un país más rígido, más religioso o menos liberal. Pero Chile es más complejo que cualquier caricatura, y su ciudadanía también.
Hay una distinción que vale la pena cuidar: el malestar con el presente no es, necesariamente, un deseo de volver al pasado. A veces, es simplemente una petición de orden, de horizonte, de estabilidad. Otras veces, como sugiere cierta reflexión conservadora clásica (la que ve valor en las instituciones, la continuidad y las reformas prudentes), es un llamado a recuperar lo que funciona antes que a refundarlo todo. Esa sensibilidad no es lo mismo que un proyecto contra la libertad personal ni un mandato religioso encubierto.
También conviene recordar que el conservadurismo no es, por definición, antimoderno ni antiliberal. Por el contrario: un conservadurismo bien entendido puede convivir, y ha convivido históricamente, con el pluralismo, el respeto a las decisiones individuales y la búsqueda de prosperidad material. Como se ha observado recientemente, su renovada popularidad mundial responde menos a pulsiones doctrinarias que a la búsqueda de certezas en tiempos volátiles.
Por eso es importante no confundir antiwokismo con conservadurismo. Una parte de la derecha, entusiasmada con la disputa cultural, ha caído en una lógica casi espejo del mismo dogmatismo que critican al FA: una cruzada moral inversa, tan identitaria y beligerante como aquello que dicen combatir, en la que es fácil que aflore un tono más reaccionario que reflexivo. A la vez, desde ciertos sectores, se intenta instalar la idea de que la fe, por su sola presencia estética o actitud contracultural, constituye un proyecto político por sí mismo. Esta lectura, atractiva para algunos, pero arriesgada en su simplificación, convierte la espiritualidad en una moda o en una causa civilizatoria o integrista, que divide entre iluminados y extraviados, más que en un espacio íntimo de sentido.
En ese ruido, se pierde algo esencial: Chile puede escoger un gobierno conservador sin renunciar al liberalismo. Puede desear orden sin entregarse al inmovilismo. Puede querer instituciones fuertes sin hostilidad hacia la diversidad. Y puede criticar excesos progresistas sin sustituirlos por excesos de signo contrario. El desafío del nuevo gobierno sea del signo que sea, estará precisamente ahí. En no interpretar las urnas como un cheque en blanco para ordenar a Chile según una moral particular, sino como un mandato para recuperar confianza, eficiencia y bienestar.
Si Kast triunfa, será responsabilidad de todos, pero sobre todo de quienes encabezan el proyecto de cambio, evitar la tentación de leer ese resultado como un grito por “retroceder” hacia un conservadurismo anti-liberal. Ninguna sociedad moderna quiere vivir en trincheras morales. Lo que sí quiere es un horizonte: reglas claras, instituciones que funcionen, un Estado que proteja y no asfixie, y la sensación simple y humana de que el futuro puede ser mejor que el presente.
Es verdad que el péndulo vuelve. Pero no siempre vuelve hacia donde algunos creen.