Secciones
Opinión

No ha lugar

Chile tiene estadios gigantes y una constelación de recintos muy pequeños. Y entre medio, poco y nada. El vacío es tan grande que cada evento termina peleando por las mismas pocas canchas, los mismos domos, los mismos parques arrendables, como si estuviéramos en un país que recién empieza a recibir conciertos, no en uno que hace décadas presume un calendario internacional robusto.

Hay algo más que logística en el enredo reciente entre el Parque Deportivo Estadio Nacional y la productora Lotus. No es solo el festival anunciado hace cuatro meses que debió moverse a última hora, ni el escenario a medio instalar que tuvo que desmontarse ante una negativa de permisos. No es siquiera Limp Bizkit quedando atrapado en la telaraña burocrática del deporte y la cultura. Lo que pasó con Loserville -finalmente reubicado en Santa Laura- revela un problema más profundo: Chile no sabe convivir con sus propias audiencias, ni con sus propios espectáculos.

La final junior de hockey césped femenino merecía un estándar alto, un recinto acorde, una vitrina digna. Nadie discute eso. Lo cuestionable es la falta de mínimos criterios, de coordinación, de previsión. ¿Cómo es posible que un evento adquirido, programado y publicitado por una productora grande, con un escenario instalado y una fecha encima, pueda quedar suspendido cuatro días antes de su realización por una discusión interna de permisos? ¿En qué momento nos acostumbramos a que la cultura sea la variable de ajuste?

La respuesta parece estar en esa mirada nostálgica, conservadora y temerosa que Chile suele tener hacia la actividad musical y nocturna, tratándola como algo accesorio, como un ruido incómodo que conviene mover, empujar, reacomodar. Mientras tanto, el deporte -sobre todo el amateur que intenta profesionalizarse- disputa espacios y condiciones con la poca infraestructura disponible. Pero ese no es el problema: la convivencia es necesaria. El problema es la precariedad del mapa.

Chile tiene estadios gigantes y una constelación de recintos muy pequeños. Y entre medio, poco y nada. El vacío es tan grande que cada evento termina peleando por las mismas pocas canchas, los mismos domos, los mismos parques arrendables, como si estuviéramos en un país que recién empieza a recibir conciertos, no en uno que hace décadas presume un calendario internacional robusto.

El caso del Estadio Nacional no es aislado. Es síntoma.

Hoy tenemos un Movistar Arena de uso intenso pero limitado; un Nacional que entra y sale de reparaciones eternas; un puñado de recintos municipales que no dan abasto; y luego, nada que permita programar con mirada larga. La industria musical trabaja como si el país fuese una banda emergente: siempre a contrapelo, siempre rezando para que todo funcione.

Y lo más tenso de esta historia es que la falta de recintos no solo afecta a las productoras y a los artistas. Afecta a los públicos. Chilenos que pagan entradas altas, que han profesionalizado sus hábitos de consumo cultural, que exigen fechas, condiciones, sonido, y que aun así siguen viviendo en un ecosistema que privilegia la contingencia por sobre la planificación.

Lo de Loserville debería hacernos pensar menos en el bochorno puntual y más en la estructura que lo permite.

La música no es un decorado, ni un capricho, ni un paréntesis entre el deporte y la política. Es una industria, una economía, una comunidad. Y seguir operando como si los conciertos fueran un estorbo nos obliga a vivir en un loop: una y otra vez improvisamos, negociamos, parchamos. No basta con traer artistas, festivales o marcas globales. Hay que darles dónde tocar. Y sobre todo, hay que decidir si queremos ser un país que promueve la experiencia cultural o uno que la tolera a regañadientes.

Notas relacionadas







Este no es otro mural

Este no es otro mural

El arte tiene un poder transformador que a veces olvidamos, porque nos conecta con el territorio, con los otros y con nosotros mismos. Y cuando eso ocurre en el espacio público, no estamos frente a una obra más: estamos frente a una señal poderosa del tipo de ciudad que queremos habitar.

Foto del Columnista Alejandra Valdés Alejandra Valdés



No ha lugar

No ha lugar

Chile tiene estadios gigantes y una constelación de recintos muy pequeños. Y entre medio, poco y nada. El vacío es tan grande que cada evento termina peleando por las mismas pocas canchas, los mismos domos, los mismos parques arrendables, como si estuviéramos en un país que recién empieza a recibir conciertos, no en uno que hace décadas presume un calendario internacional robusto.

Foto del Columnista Mauricio Jürgensen Mauricio Jürgensen