El debate Anatel resumió, con brutal honestidad, los errores y horrores de esta campaña interminable que este domingo —finalmente— se convertirá en elección. En lugar de ofrecer un cruce de ideas, nos entregó una coreografía de sordera: dos candidatos hablándose sin escucharse, interpelándose sin reconocerse.
La primera parte fue una imagen precisa de lo que no es un país: dos figuras sin punto de contacto. De un lado, José Antonio Kast, frío, prescindente, con esa distancia altanera del alumno del colegio alemán que no discute, porque desprecia. Del otro, Jeannette Jara, impaciente, sardónica, con la energía incómoda de quien se niega a ser ignorada, pero que a ratos olvida que no toda rabia construye. El rubio que no te ve, la morena que no te perdona.
Ambos optaron por eslóganes inflados y fórmulas ya vistas mil veces. Los inmigrantes fueron tratados como muebles que se reubican. Los delincuentes, como residuos que deben barrerse bajo la alfombra.
Hubo cifras erradas, afirmaciones rotundas sin respaldo algunos, y una extraña liviandad en torno a temas graves que involucran la vida y la dignidad de personas reales, deshumanizadas hasta el límite de lo tolerable. Kast eligió a sabiendas ser el Kast que sus fieles idolatran: intransigente, apocalíptico, condescendiente. Jara, por su parte, no toleró el desprecio y devolvió uno propio, el de la profesora airada que humilla al alumno que yerra, omitiendo —por supuesto— sus propias torpezas.
El debate se estancaba en su perfecta sordera cuando Iván Valenzuela les recordó que los estaban viendo niños y adolescentes que podían tomarlos como ejemplo. Y fue como si la sala recuperara el oxígeno: la segunda parte fue más sobria, más amable. Escuchamos medidas, ideas y algo parecido a reflexiones. Pero quizás fue esta parte, la más civilizada, la que dejó el poso más inquietante.
En la primera parte del debate, las diferencias de historia de vida, de visión del mundo, de manera de hablar, de sentir y de entender Chile resultaban vertiginosamente inevitables. En la segunda parte, en cambio, quedó claro que esas visiones de vida tan distintas no implicaban, a la hora de administrar el Estado, diferencias sustanciales y medibles. Si al comienzo vimos que Jara y Kast no estaban de acuerdo en nada, al final descubrimos que, obligados a abdicar del centro de sus respectivas doctrinas, prometían en el fondo hacer más o menos lo mismo. O, lo que es peor, hacer más o menos lo mínimo.
Kast nos explicó que, a pesar de haber promovido votar en contra, respetaría las 40 horas, la PGU y no innovaría en temas de aborto, divorcio ni otros de los mal llamados “temas valóricos”. Jara, por su parte, nos aseguró que a pesar de ser comunista desde los 14 años, no nacionalizaría empresas, promovería la inversión privada y no tocaría las ISAPRES, las AFP ni los tratados de libre comercio.
Ante esta contradicción evidente, el electorado tendrá que hacer un ejercicio de fe. Creer que las renuncias de Jara a su programa de primaria son sinceras. Creer que Kast no esconde detrás de su gobierno de emergencia la obsesión conocida por imponerle a Chile su visión de la cultura y del mundo, esa que lo hizo perder la elección anterior y destrozar un proceso constituyente que le regalaron en bandeja. Los votantes tendremos que elegir a Jara porque no es Jara, o a Kast porque será solo la mitad de Kast: la mitad urgente y no la mitad esencial. Los chilenos votarán por un Kast que promete ser una Matthei en traje de combate o por una Jara que ya es, sin disimulo, una Carolina Tohá del Cortijo. Una metamorfosis inexplicable si uno piensa en los destinos electorales de Tohá y Matthei.
Kast es el candidato de la derecha porque no es Matthei, justamente, porque es claro hasta el fanatismo, persistente en su obsesión de que todos —menos él— están equivocados. Está ahí porque es él mismo, es decir, alguien que pertenece al 0,00001% de la población. Jara es candidata también porque representa una opción minoritaria, temida y mal vista: la del Partido Comunista. Ambos son candidatos porque representan lo que los chilenos no elegirían nunca como primera opción. Los do son mayoría porque son minoría. Son experimento, experiencia, potencial sorpresa.
Saben que muchos chilenos los odian de antemano, que muchos sienten que un Chile dirigido por ellos es invivible. Por eso, la principal promesa de sus programas es todo lo que no van a hacer. Por eso, muchas de las locuras irremediables que propone Kast —las expulsiones masivas, los recortes demenciales— no aterrizan nunca en medidas concretas. Por eso el “depende” es lo más cuerdo que puede decir el ciudadano de Paine y es a la vez lo que más le reprochan los suyos. Pero muchas cosas, efectivamente, dependen y penden y se suspenden en un país que ha decidido condenarse sin juzgarse, odiarse sin comprenderse.
Si la segunda parte del debate consuela porque deja en claro que ninguno de los dos candidatos está loco, que ninguno se burla de la ley, el parlamento o los tribunales de justicia, no borra la impresión terrible de vivir en un país que ha decretado que su único futuro es la urgencia. Un país que, como sus candidatos, no se escucha ni se mira; que antes de oír ya ha decidido qué responder; que pasa por alto cualquier discurso que tenga el defecto central de decir algo para quedarse con una ensalada mal aderezado de adjetivos calificativos.