Secciones
Opinión

Liderazgos ausentes (y decisiones urgentes)

Cuesta entender cómo un asunto tan importante y urgente no ha logrado los avances que se requieren en últimos años; más aún, si consideramos, que, según estimaciones del World Economic Forum, la crisis climática podría tener un costo de hasta 3,1 billones de dólares por año para 2050.

Por estos días se cumplen 10 años del Acuerdo de París, un tratado climático pionero que unió al mundo bajo el objetivo de reducir emisiones y así limitar el alza de temperaturas a 1,5 °C por sobre el promedio registrado en la era preindustrial, un compromiso que mostró una visión de solidaridad y responsabilidad compartida para actuar frente a la crisis climática. Este acuerdo no solo busca garantizar un clima más seguro para todos, sobre todo para los territorios y comunidades más vulnerables, sino también proteger la biodiversidad que sostiene a nuestros ecosistemas, seguridad alimentaria y la resiliencia del planeta.

Y aunque el Acuerdo de París sigue representando una hoja de ruta fundamental vinculante para la acción climática, hemos visto cómo su propósito se ha visto fuertemente amenazado, particularmente en lo referido a frenar el alza de temperaturas: cada año los récords de calor se disparan y los eventos meteorológicos extremos aumentan, mientras sus impactos continúan devastando a millones de personas y especies en todo el mundo.

En este escenario, la celebración de la primera cumbre climática en plena Amazonía, la selva tropical más grande del mundo, generaba esperanzas, puesto que en esta COP30 se pretendía instalar con más fuerza algunos anhelos claves para cumplir las metas estipuladas en el Acuerdo de París, como poner fin a la destrucción de bosques y progresar en la eliminación gradual de los combustibles fósiles en las diversas economías.

Y aunque hubo progresos en algunos temas, en las materias claves no se lograron avances reales. A la falta de hojas de ruta para detener la deforestación y eliminar gradualmente los combustibles fósiles, se sumó la imposibilidad de avanzar en financiamiento público y de calidad, puesto que el balance de la COP30 tampoco incluyó el esperado Plan Global de Respuesta para cerrar la brecha de ambición climática reflejada en los planes climáticos nacionales (NDC) a 2035 presentados en esta cumbre; esto pese a que liderazgos claves -en particular de Latinoamérica- apoyaron esta iniciativa, otros países la bloquearon nuevamente, conformándose con contribuciones voluntarias de los países más ricos (y, dicho sea de paso, más contaminantes), un compromiso que ya ha demostrado ser absolutamente insuficiente.

Cuesta entender cómo un asunto tan importante y urgente no ha logrado los avances que se requieren en últimos años; más aún, si consideramos, que, según estimaciones del World Economic Forum, la crisis climática podría tener un costo de hasta 3,1 billones de dólares por año para 2050 y que, de acuerdo a datos de la Organización Mundial de la Salud, podría causar 250 mil muertes adicionales cada año entre 2030 y 2050.

Sin duda, en esta inercia ha sido una pieza clave los intereses corporativos, particularmente los de las industrias más contaminantes -especialmente las de combustibles fósiles y la gran agroindustria-, quienes han empujado amplias redes para evitar que los Estados avancen en la dirección que se requiere.

Pero también, han sido responsables de estas negligencias los principales líderes mundiales. Un ejemplo claro de esto ha sido Donald Trump, quien, tanto en su primer gobierno como en el actual, una de las primeras decisiones que tomó fue retirar a Estados Unidos del Acuerdo de París, así como revertir algunas políticas públicas de administraciones anteriores para volver a favorecer la explotación de energías fósiles (repopularizando incluso el famoso “drill, baby drill”) y, lo que es aún más grave, socavando la evidencia científica disponible en esta materia, y presentándola como “extremismo climático”, una retórica que ha brindado alas a algunos de sus seguidores en todo el orbe quienes se suman a este discurso y le restan importancia a la protección ambiental, disfrazándola de una simple “ideología de extremas”.

Sin embargo, más complejo aún que el negacionismo explícito es la falta de acción concreta y oportuna de aquellos líderes que sí adhieren a los compromisos climáticos, pero que poco o nada hacen por avanzar en medidas, acciones y políticas públicas que permitan controlar la emisión de gases de efecto invernadero, algo que tristemente quedó en evidencia en las dos semanas de la Cumbre Climática en Brasil, donde se reveló la incapacidad de la diplomacia mundial de llegar a acuerdos en materias tan urgentes como las ya mencionadas.

Aún estamos a tiempo de avanzar en iniciativas que permitan alcanzar las metas planteadas por casi todos los países del mundo hace un decenio. Limitar el alza de temperaturas y proteger la naturaleza es aún posible, pero solo mediante una transición justa y acelerada hacia el abandono de los combustibles fósiles y con compromiso férreo de terminar con la deforestación a nivel global. Es aquí donde los gobiernos deben cumplir con su deber legal, político y moral, a la vez que deben exigir responsabilidades y sancionar a quienes contaminan y destruyen el planeta, como ya lo determinaron en sus recientes opiniones consultivas tanto la Corte Internacional de Justicia, como la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

La esperanza nos impulsa a seguir avanzando e impulsa la acción ciudadana, por eso es clave entender que no sólo debemos buscar estos liderazgos entre nuestras autoridades, sino que también debemos encontrarlo en nosotros mismos: si personas de diversas partes del mundo podemos ver el camino a seguir, los políticos del mundo tendrán que escuchar y trabajar en el mismo sentido. Es ahí donde se encuentra el verdadero liderazgo climático.

Notas relacionadas