Antesde que un nuevo gobierno asuma su mandato, comienza a gobernar con las palabras. El lenguaje como decía Austin, “hace cosas”, ordena prioridades, delimita lo decible y anticipa decisiones que inciden en el mundo.
El gobierno de José Antonio Kast no solo inaugura un ciclo político, sino también un nuevo régimen discursivo. No se trata únicamente de lo que hará, sino de cómo nombra la realidad, qué conceptos enfatiza y cuáles relega al silencio. El contraste con el gobierno saliente es evidente. El lenguaje de Boric estuvo marcado por una retórica poética, metáforas persistentes (a ratos agotadoras) y una fuerte apelación a lo simbólico. Llegó a La Moneda poniendo en el centro los gestos, las escenas y los relatos: la política entendida como texto, como señal identitaria, como puesta en escena cuidadosamente diseñada. Sin embargo, los símbolos, por sí solos, no gobiernan. La política exige más que relato, requiere conducción. Lo simbólico puede abrir un ciclo, pero no necesariamente sostenerlo.
El discurso de Kast se articula desde un registro distinto. No se apoya en una épica refundacional ni metáforas grandilocuentes, sino en una repetición deliberada de principios básicos que buscan ordenar la acción política y preparar al país para decisiones difíciles. Más que una estrategia comunicacional, se configura como una propuesta ética sobre la vida en común. Hay palabras que comienzan a ocupar el centro: orden, autoridad, seguridad, responsabilidad, familia, libertad. No son nuevas en la política chilena, pero sí su jerarquía. Al elevarlas a eje del discurso, el gobierno redefine implícitamente los problemas que importan y desde qué marco deben ser abordados.
Hay también una retórica de la normalidad perdida. Se habla de “recuperar”, “volver”, “restablecer”. No se trata tanto de idealizar un pasado perfecto, sino de afirmar que ciertos equilibrios básicos se rompieron y que la tarea del gobierno es recomponerlos. Gobernar, en este marco, no es inventar una sociedad nueva, sino reordenar una que perdió referencias esenciales.
Hay en este lenguaje una ética del bien común que no se proclama, pero se presupone. Gobernar, en esta lógica, no es amplificar demandas simbólicas ni administrar sensibilidades, sino ordenar la vida en común aun cuando eso implique incomodar, frustrar expectativas o asumir costos.
En ese marco, el énfasis en el deber no aparece como negación de la libertad, sino como su condición de posibilidad. Hay aquí una comprensión orgánica de la sociedad, donde cada decisión tiene efectos sobre otros y, por tanto, exige responsabilidad.
Lo que este discurso deja entrever, en definitiva, es una ética. No es un lenguaje destinado a emocionar, sino a formar carácter. Y en un país fatigado por la distancia entre símbolo y realidad, esa apuesta marca un quiebre profundo con el ciclo anterior.
Quedará por ver, entonces, hasta qué punto este discurso logra traducirse en prácticas de gobierno, especialmente en el marco de una coalición amplia y heterogénea. El desafío no será solo sostener una ética común, sino que el lenguaje sea capaz de articular a actores distintos, más que simplemente ordenarlos o disciplinarlos.