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Kast: un hombre aparte

Un Kast concertacionista es un sueño improbable que a ratos el propio José Antonio Kast deja acariciar, aunque es difícil olvidar que su vida política fue casi siempre una guerra abierta contra la Concertación en todas sus formas, políticas, culturales, simbólicas.

¿Dónde encontrar misterio en una persona que no esconde casi nada? ¿Cómo encontrar encanto en un hombre que ha hecho de su falta de carisma su principal arma de combate? Las preguntas pueden parecer frívolas, pero son esenciales a la hora de convertir a este eterno candidato que no calienta a nadie pero espanta a muchos, en un monarca, ojalá gentil, capaz de enorgullecernos a todos.

Viajes controvertidos, gestos republicanos, una afabilidad que nadie esperaba con un pasado que parece querer incorporar como propio. Un Kast concertacionista es un sueño improbable que a ratos el propio José Antonio Kast deja acariciar, aunque es difícil olvidar que su vida política fue casi siempre una guerra abierta contra la Concertación en todas sus formas, políticas, culturales, simbólicas. Una guerra que continuó incluso después de su muerte, combatiendo en Piñera todo lo que tenía de concertacionista.

Para entender a Kast hay que ir a su cuna política, que no es otra que la Escuela de Derecho de la Universidad Católica de Chile a fines de los años ochenta. Ahí, en el corazón duro de la UDI, el joven Kast tuvo por primera vez que rebatir a los primeros opositores reales al régimen, con voz y voto. Uno de ellos fue el temible Tomás Jocelyn-Holt, hoy risible, pero ayer un argumentador soberbio. El mismo cuenta como fue a buscar a Dauno Totoro, un dirigente comunista de la misma FEUC, para salvarlo de la tortura y muerte más o menos segura. Experiencia que no le impidió defender esa dictadura que sabía sangrienta hasta el final y más allá. Ese fue un mundo peligroso y oscuro, el momento en que la FEUC dejó de ser un feudo seguro del gremialismo. Ahí se forjó tanto su dureza para debatir como su talante profundamente institucional, una democracia entendida no como emoción sino como combate reglado.

Mucha de su rigidez viene de ahí: de tener que estar a la altura de sus mayores —Pablo Longueira, Juan Antonio Coloma, Andrés Chadwick— y de disputarles el trono de la ortodoxia. Hijo de Gonzalo Rojas Sánchez más que de Jaime Guzmán, su rigidez fue también una manera de distinguirse de muchos de sus compañeros de generación, captados muy jóvenes por las empresas privadas, seducidos por la fama temprana, parte de la dulce orgía de los noventa que tuvo su mejor momento a comienzos de los dos mil. Mientras muchos se retiraban a cobrar, Kast eligió quedarse. Endurecerse. Persistir. Nada de academia, nada de ministerio o subsecretaria, nada de becas al extranjero; política pura y dura, vivida como si se tratara de una misión religiosa.

Kast no tuvo que venderse, en parte porque tenía asegurada por sus padres su supervivencia material, y en parte porque venía de Paine, y su contacto con el Chile rural, con el Chile real, fue más directo. Aunque lo pareciera, no era un “paltón”, ni un “cuico”, ni lo que hoy se llama “un zorrón”. La inmigración de sus padres y la muerte temprana de sus hermanos lo pusieron muy pronto en contacto con el dolor. Su manera de enfrentarlo, muy alemana, toda hacia adentro, hecha de silencio, dejó en él una marca indeleble que no es imposible separar del empeño casi ciego con que ha perseguido la presidencia, sentido por el como un acto de salvación, como una entrega mesiánica a un bien superior: limpiar chile, incluso purificarlo de sí mismo.

Quizás por eso, en vez de entrar al Opus Dei, con su brillo social y su hispanismo aparatoso, entró al movimiento de Schoenstatt, más diverso política y socialmente, pero más riguroso espiritualmente. Entre la vida de un fundador encerrado en una caja en un campo de concentración y la de otro fundador cuya mayor pasión era ser marqués, no tenía mucho dónde perderse.

Kast siempre fue un hombre aparte, un extranjero que construye una familia para luego romperla y volver a construirla. Eso fue lo que hizo con la Unión Demócrata Independiente, que ya no pudo más con su intransigencia y hoy vuelve al redil detrás de su figura. Aunque nadie olvida, como no olvidan tantos republicanos excluidos, la facilidad inaudita con que Kast aparta de sí a los impuros.

¿La presidencia cambiará ese espíritu purificador que tanta lo ha dejado aparte? Es difícil adivinarlo. Hay algo que tiene más que ver con la edad que con la ideología. El no tener hijos a cargo, el poder permitirse ser un poco niño, aparece de vez en cuando entre discursos interminables llenos de lugares comunes. Se ve mucho más joven de lo que se veía cuando joven. Y el hecho de que quiera convertir el Palacio de La Moneda en un camping parece formar parte de ese cambio. Hay gente que disfruta la sencillez que otros sufrimos.

Quizás María Pía y José Antonio puedan vivir el placer raro de ser “allegados” en la casa de todos. Quizás estamos asistiendo al nacimiento de otro hombre bajo el Torquemada bávaro que habla de inmigrantes ilegales, delincuentes o funcionarios públicos como si fueran plagas a erradicar. Quizás el gobierno le dé a Kast esa certeza que la vida tantas veces le negó: dejar de ser el hermano número diez de once, o el padre de otros nueve hijos, para convertirse, aunque sea por un minuto, en hijo único.

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Luis Bellocchio

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Foto del Columnista Rafael Gumucio Rafael Gumucio