Secciones
Opinión

¿Por qué los alcaldes no llegan a ser presidente?

Gobernar un municipio exige eficacia; gobernar un país exige, además, conducción política, negociación de intereses y capacidad de disputar un rumbo. El alcalde ejecuta; el presidente arbitra conflictos nacionales y toma decisiones estructurales. El primero acumula aprobación ciudadana; el segundo debe construir mayorías. En ese tránsito, algo se quiebra.

Los alcaldes figuran sistemáticamente entre las autoridades mejor evaluadas del país. Lideran rankings, encarnan la versión más funcional del Estado y resuelven lo que otras instituciones no logran. Sin embargo, cuando intentan dar el salto presidencial, el fenómeno se desvanece. Joaquín Lavín estuvo cerca, pero no lo logró. Evelyn Matthei transformó una exitosa alcaldía en una candidatura que terminó lejos de disputar el poder. El patrón se repite con demasiada regularidad como para seguir leyéndolo como anecdótico.

El problema no es de gestión ni de liderazgo. El problema es que la alcaldía produce un tipo de legitimidad que no escala. Gobernar un municipio exige eficacia; gobernar un país exige, además, conducción política, negociación de intereses y capacidad de disputar un rumbo. El alcalde ejecuta; el presidente arbitra conflictos nacionales y toma decisiones estructurales. El primero acumula aprobación ciudadana; el segundo debe construir mayorías. En ese tránsito, algo se quiebra.

La razón es estructural. La buena gestión local carece de conflicto nacional. El municipio es un espacio donde los problemas se resuelven antes de escalar, donde el antagonismo se administra hacia adentro. Esa lógica es virtuosa para gobernar territorios, pero insuficiente para disputar sentido a nivel país. Sin conflicto nacional no hay relato de país; la gestión, por sí sola, no escala.

El Parlamento opera bajo una lógica inversa. Los parlamentarios —incluso los peor evaluados— logran instalar conflicto de manera permanente porque su rol no es resolver, sino tensionar. Disputan marcos, asignan responsabilidades, confrontan al Ejecutivo y politizan los problemas. Por eso, pese a la baja confianza en el Congreso, sus figuras tienen mayor visibilidad nacional y más facilidad para proyectarse presidencialmente. En política, el conflicto no es una anomalía: es el mecanismo que ordena la atención y habilita la disputa por el rumbo.

Ahí está el dilema de los alcaldes. La ciudadanía reconoce su eficacia, pero no necesariamente ve en ellos estatura presidencial; constata orden, pero no horizonte. El problema no es solo la ausencia de conflicto, sino que la experiencia territorial rara vez se convierte en una lectura del país. El salto presidencial no consiste en escalar la gestión, sino en asumir una función que hoy los liderazgos municipales tienden a evitar: definir qué conflictos importan, jerarquizar prioridades nacionales y tomar posición sobre el rumbo del país a partir de su experiencia territorial. Sin esa traducción la buena evaluación queda atrapada en su propio éxito. Ser un buen alcalde, es condición necesaria, pero no suficiente.

La pregunta no es teórica. Figuras como Claudio Castro o Tomás Vodanovic en la futura oposición enfrentan hoy el mismo desafío estructural. La historia no los condena, pero sí los interpela: porque cuando nuevamente comience la carrera presidencial, la ciudadanía dejará de premiar la eficacia y empezará a exigir proyecto político y relato de país.

Notas relacionadas








¿Por qué los alcaldes no llegan a ser presidente?

¿Por qué los alcaldes no llegan a ser presidente?

Gobernar un municipio exige eficacia; gobernar un país exige, además, conducción política, negociación de intereses y capacidad de disputar un rumbo. El alcalde ejecuta; el presidente arbitra conflictos nacionales y toma decisiones estructurales. El primero acumula aprobación ciudadana; el segundo debe construir mayorías. En ese tránsito, algo se quiebra.

Foto del Columnista Damián Trivelli Damián Trivelli