
Sé que es injusto, pero para mí Ximena Rincón es inseparable de su hermana Mónica. Han aclarado muchas veces que no piensan igual, que el cariño que las une no implica otra relación que esa, pero para mí forman parte de un mismo universo conceptual: mujeres inteligentes, muy informadas, muy trabajadoras, muy apasionadas pero algo frías, rectilíneas y ambiciosas, imparables también.
Llegadas ambas de Concepción a triunfar en Santiago, son parte, para bien y para mal, del nuevo Chile, ese que nació después de Pinochet, en plena Concertación, de la que Ximena fue una impecable alta funcionaria primero y una parlamentaria bastante díscola después. Perfectamente calibrada, peinada, ajustada, preparada en ambos roles, aunque no por eso menos apasionada. Es quizás lo que la separa de Mónica, su capacidad de decir pesadeces, verdades, de meter una pata y la otra, y de patear de vez en cuando el tablero.
Algo me hace pensar que no debe ser fácil ser su enemiga. Rubia siempre, sonriente a veces, de traje de sastre, perfectamente combinada, una sola idea ha sido constante entre varios cambios que han constituido su vida política: la idea de que Ximena Rincón González tiene un destino presidencial. Que ella tiene no solo una chance sino casi una obligación de ser presidenta. Esa fe casi nunca la compartió su partido de siempre, la Democracia Cristiana. La campaña del Rechazo le permitió acabar con ese malentendido y se fue a un partido donde la quieren, quizás porque está confeccionado a su medida.
Varias candidatas se disputan en esta elección el cetro de quien será la mujer de hierro, pero Ximena está hecha de un material distinto, uno que nada quiebra. Aunque su desafío hoy es doblarse lo suficiente para hablar en el lenguaje de los afectos, del alma atribulada de un país en deuda y en duda consigo mismo.