Inapelable paliza, innegable derrota. Después de esto, la izquierda no tiene otra que hacerse una profunda autocrítica. Antes incluso de que los resultados de esta elección esperable se convirtieran en cifras, los que llevamos toda una vida votando por la centroizquierda sabíamos que tendríamos que emprender, a la vista de todos, un harakiri ceremonial. ¿Quién lo haría primero? Esa era la única duda. A pocos días del resultado, esa incertidumbre ya empieza a despejarse.
Los primeros en encontrar un culpable para la derrota de Jeannette Jara fueron quienes se mantuvieron callados durante la campaña, guardando disciplina mientras la exministra del Trabajo lideraba la última y heroica batalla. Hablo de la izquierda más a la izquierda, que no tardó en apuntar a Gabriel Boric como su blanco. “Fue su tibieza, su centrismo, su falta de coraje lo que nos dejó en manos de un nazi, de un despreciable fascista”. De manera muy poco sorpresiva, la crítica vino ante todo desde España, articulada por Pablo Iglesias y amplificada por su corte habitual: Monedero, Echenique y Pablo Fernández.
Que estos profesores españoles hayan sido los primeros en hablar nos obliga ahora a ir a buscarlos. A su tutela intelectual, a su ejemplo, le debemos gran parte no solo de este fracaso, sino del éxito que lo antecedió. Porque conviene recordar que esta izquierda hoy derrotada gobernó en 2014 cuando se la daba por muerta en 2010, logró seducir al electorado con sus tesis más osadas en 2019 y, con una candidata comunista como Jara, aún representa al 40% del electorado en varias de las comunas más populares del país.
El virus madrileño
Volvamos al origen de esta historia, o sea a Madrid. En algunas universidades, un grupo de profesores de ciencia política decidió renunciar a la ciencia y dedicarse a la política. Siempre se sintieron a la izquierda del PSOE, aunque le debieran todo a Felipe González. Su narcisismo, combinado con la cobardía de quien no quiere “embarrarse” con obreros o comunistas de base, los mantuvo encerrados en la academia donde el sueldo y el auditorio eran seguros. La crisis económica de 2008 rompió esa burbuja: su sueldo dejó de ser seguro y su visión apocalíptica de la transición encontró eco en la Puerta del Sol.
Frente a la crisis de partidos y sindicatos, la izquierda buscó orientación en la universidad. Encontró teorías sin carne, eslóganes brillantes y galimatías revestidas con Foucault, Deleuze y Butler. También encontró un tipo nuevo de ego: mediático, narcisista, sin experiencia colectiva ni responsabilidad ética, pero con gran capacidad de sintetizar impresiones en lemas que parecían ideas.
“Podemos” fue el producto estrella. Detrás de la crítica a la transición vivida como eterna renuncia, el enemigo era la democracia liberal, no la desigualdad. Eso hizo que los profesores de Madrid miraran con simpatía el socialismo del siglo XXI de Chávez: populismo neoperonista traducido al lenguaje de las redes. Les interesó no el socialismo precario del régimen, sino la comunicación permanente, el gobierno en directo por televisión, sometiéndose a elecciones siempre, pero destruyendo cualquier otro equilibrio de poder.
La mutación chilena
En Chile no fueron los profesores sino sus alumnos quienes tomaron el mando de nuestro propio cuestionamiento a nuestra propia transición. Chile también tenía su transición que criticar, sus consensos que romper, sus silencios que denunciar. Por eso las ideas españolas encontraron terreno fértil: parecían hechas a medida para nuestros malestares. Jóvenes limpios, idealistas, impolutos, difíciles de odiar —buenos alumnos, buenos hijos, buenos comunicadores— adoptaron el manual de “Podemos” sin traducirlo. Las protestas del 2011 sintetizaron en un lema moral de raíz cristiana: “No al Lucro”. La debilidad de su diagnóstico ahora parece evidente, pero esta fórmula llevó a la centroizquierda desde el cementerio de 2009 a La Moneda en 2014.
La vieja Concertación entendió a tiempo los cambios y se transformó en Nueva Mayoría, pero cometió un error imperdonable: jugar sobre seguro apostando por Michelle Bachelet. Líder natural, sí, pero desconectada del desafío intelectual que exigía esta nueva izquierda universitaria, convirtiendo su gobierno en un péndulo incómodo.
El Frente Amplio, con su enorme oportunismo, estuvo y no estuvo con ella. Pablo Iglesias y el vago marco teórico del podemismo influyeron decisivamente en su intransigencia con Bachelet 2. La tesis del quiebre total con la transición, la política “rizomática” (estructura descentralizada, no jerárquica) y la obsesión mediática, pasó de la cátedra a la calle sin que en los hechos tuvieran peso. Una intelectualidad formada fuera de Chile miró a su país como extraño, indeseable, exagerando nuestras taras para que cupieran en su marco teórico. Chile tenía que ser tan corrupto como España, tan desigual como Venezuela, tan neoliberal como el Chicago de los ochenta.
El fuego que creímos nuestro
El mayo feminista parecía extensión del 2011, pero con un aire antipolítico, antijerárquico. Ya no se trataba de explotadores y explotados sino de abusadores y abusados. Los presidentes de federaciones universitarias renunciaron para rendirse a los pies de las encapuchadas sin cara y sin nombre, solo con dolor.
Nadie desde la izquierda comprendió lo que este movimiento tenía de profundamente capitalista. Margaret Thatcher y las feministas interseccionales coinciden: no existe esa cosa llamada sociedad, solo identidades fragmentadas. La rebeldía es una app más del iPhone que reúne indignados, pero impide que se tomen el palacio de invierno.
Esa experiencia, generalizada y aumentada por escándalos eclesiásticos y colusiones, estalló en octubre de 2019. El fuego prendió en Plaza Italia, donde Chile celebraba victorias y ahora exigía Dignidad: un sentimiento, no un programa. Las banderas de partidos brillaron por su ausencia y la de Chile fue pintada de negro en señal de duelo.
El movimiento no tenía líderes. Los pocos visibles no venían del parlamento, los sindicatos o las federaciones estudiantiles, sino de los matinales: Pamela Jiles, Stingo, Alejandra Valle. Después de que Bachelet fracasara en conciliar orden y transformación, la izquierda se lanzó al vacío con el Frente Amplio, que a su vez fue devorado por la Lista del Pueblo, un colectivo sin forma ni programa.
Entre dos mundos muertos
Se pensó que se podía refundar Chile negando a Chile. El rechazo del 4 de septiembre de 2022 fue inevitable. El gobierno de Boric, que pensó que debía su llegada a la revolución, se encontró sin plan B esa mañana. Lo más grave: tampoco tenía plan A. Las imágenes del diputado enfrentando militares y al día siguiente siendo escupido por manifestantes retratan ese lugar incómodo entre la vieja política y la nueva, que le permi-tió ser presidente sin gobernar nunca con su fuerza política.
¿Era posible gobernarla? En el origen de esa nueva izquierda estaba su fin. Su carácter mediático y universitario permitieron crear imágenes y diagnósticos exitosos, pero no mayorías duraderas. De Pablo Iglesias a Boric, pasando por Petro, la nueva izquierda es esencialmente superficial, estética e histérica. Entretiene, pero no convence.
Tampoco lo logra la vieja izquierda. Desde mi laguismo empedernido es importante no perder de vista que Lagos no pudo imponerse ni siquiera en una primaria fantasma en 2017. Lo mismo Carolina Tohá este año.
La lección de la empanada
La experiencia de Boric, como la de Lagos, Bachelet o Allende, enseña que la izquierda en Chile solo gana cuando no asusta, cuando seduce, cuando tiene partidos fuertes, pero también guitarras que cantan. Cuando mezcla la revolución con la empanada y el vino tinto, no cuando se pelea contra el rodeo o la bandera. Cuando traiciona a los más fervientes sin dejarlos del todo de lado.
Lula y Sheinbaum son la prueba de que se puede: líderes viejos, morales, impregnados de toda la ética de la vieja izquierda —la de los sindicatos, la resistencia, las cárceles—, pero dispuestos a hacer toda suerte de pactos con la realidad. Nuevos en sus formas de usar TikTok e Instagram, antiguos en su comprensión de que el poder se construye con paciencia, no con hashtags. Moderados en los hechos, desafiantes en el dis-curso, pragmáticos sin cinismo.
Cuando la izquierda entiende que Chile es su país y no tiene otro, se reencuentra con la esencia de un país que ayudó a fun-dar. Cuando lo mira como laboratorio, solo logra espantarlo. Cuando se la juega por cosas que no entiende, como Palestina, cuando se embriaga con la estética de la violencia, solo con-vence a los suyos. Cuando se pone del lado de las víctimas en-canta, cuando juega a hacerse la víctima da risa.
Eso es lo único que a ciencia cierta esta derrota nos enseña. Lo otro lo vamos a ir aprendiendo de a poco, aunque para hacerlo debemos quizás recordar que no somos profesores de nada, sino simples alumnos de todo.