Alguna vez fantaseé con ver a los millennials envejecer. En mis fantasías cumplían 30 años, empujaban un coche de guagua por estrechas veredas llenas de bares, dejaban de recibir notificaciones en sus iPhone, comían arroz blanco parados en la cocina, se peleaban un puesto de trabajo con un extraño llamado Inteligencia Artificial, hasta que un día, atorados por el alza de los alquileres y la cruel avanzada de la llamada gentrificación, dejaban Brooklyn, Berlín, Amsterdam o Montreal, para regresar a sus ciudades de origen con una criatura en los brazos, un manojo de deudas en la tarjeta de crédito y unos kilos de sobra camuflados en prendas de vestir vintage que de pronto se sentían como disfraces de otra era.
En esos años, los gloriosos 2000, yo vivía en Williamsburg, NY, junto a un panal de millennials veinteañeros nacidos entre 1981 y 1996 y decididos a diseñar sus vidas a imagen y semejanza de ellos mismos. Su idea de bienestar era un departamento Ikea, un horario de trabajo flexible y un digno sueldo capitalista. Celebraban la irrupción de Internet como una revolución cultural que les prometía un futuro emancipador. El romance (¡oh esa palabra tan antigua!) consistía en one night stand con desconocidos que se conocían en bares y no se volvía a ver ni en sueños. La resaca se pasaba en compañía de Netflix, que venía en formato DVD y llegaba en un sobre por correo a la casa.
A veces, cuando salía a buscar mi esperado sobre, me cruzaba en el estrecho hall del edificio con Natasha, una franco-americana de 25 años que vivía en el tercer y último piso del edificio con un perro que cabía en su cartera. Durante nuestros cruces sentía que me miraba raro, o al menos con curiosidad, como si tuviera al frente una sobreviviente de la generación X. En parte así me sentía. A mis 30 y algo, mi educación sentimental, mi filosofía de vida, y algunos de mis gustos diferían de los de su generación, la Y; me había casado, estaba pensando en tener hijos, tomaba vino en lugar de cerveza. Más allá de estas superficiales diferencias deseaba comprender a mis vecinos, soportarlos y eventualmente, quererlos.
En general los chicos millennials que pululaban por Brooklyn me parecían algo nerviosillos, un pelo paranoicos, abrumados por ansiedades y dudas que comenzaban en el pasillo de los quesos del supermercado y terminaban en dates donde, antes de su primer trago, ya habían prohibido enamorarse. El parche antes de la herida era una premisa que aplicaban en todo orden de cosa, la cara opuesta al desborde emocional de los años 90s, una estrategia defensiva que les impedía fluir, sufrir, equivocarse, y perder el control sin hundirse en el caos. Nunca me parecieron más ellos mismos que sentados en cafés frente a sus Mac portátiles. Podían pasar horas trabajando a vista de todo el mundo, la mayoría como creativos o redactores de contenidos de sitios web (un momento anterior a las redes sociales que recuerdan con nostalgia como la prehistoria de Internet). A su lado, mi cuaderno de apuntes parecía venir de un pasado en descomposición. De noche, en tocatas de bandas nuevas como LCD Soundsystem, The Rapture o Yeah Yeah Yeahs, algunas chicas se me acercaban para halagar algo que llevaba puesto (una pieza original de los 80s podía trastornarlas), y me regalaban un so cool, para luego desaparecer. Nunca sería su amiga, pero sí una prima mayor digna de habitar su mundo.
Justo cuando empezaba a querer a los millennials en cada una de sus versiones -hipster, tech, arty, nerd- empecé a detestar a mi vecina. En las sofocantes noches de verano que con mis amigos capeábamos en el patio del edificio, Natasha se asomaba la ventana y nos pedía a gritos guardar silencio porque al día siguiente ella debía levantarse temprano para ir a la city. Le gustaba decir que trabajaba en la city, en Manhattan, pero no aceptaba que vivía en Brooklyn, un condado lleno de artistas que habían descubierto el barrio antes que ella y a quienes ningún veinteañero los iba mandar a acostarse. A veces se ahorraba explicaciones y nos tiraba directamente baldes de agua sobre la cabeza. Eran refrescantes. Quizás sufría de algún trastorno del ánimo, la defendía yo, o solo carecía de espíritu comunitario. De hecho, jamás bajaba al patio a poner trampas para los ratones ni compartía con nadie su clave wi fi. Cuando estaba de buen humor, me regalaba “descartes” de su última producción de moda, zapatillas diseñadas por Marc Jacobs, por ejemplo, que no sabía a quién darle porque todos sus amigos “tenían demasiado de todo”.
Una tarde de otoño del 2007 regresé a mi casa con mi hijo recién nacido debajo del impermeable, y al verme, abrió los ojos shockeada. ¿Wow, ¿qué tienes allí?, exclamó. Le mostré una cabecita de pelo negro. “Oh my god, no podría cuidarlo”, dijo abrazando a su perro.
Cuando el 2012 se estrenó Girls, la serie que Lena Dunham escribió a los 25 años y le valió ser “la voz de su generación”, yo ya había dejado Williamsburg y venía de publicar una novela sobre mi personal experiencia en esos años (Memory Motel). Todo lo que había visto germinar solo se estaba transfigurando a una versión intragable que no me interesaba revisitar. Si bien no enganché con Girls -como si lo hice con la película Tiny Furniture– me pareció que Lena Dunham era esa millennial desencajada e inteligente que podía mirarse a sí misma y a su entorno con distancia, es decir con ironía e incorrección. No pecaba de narcisista ni de superioridad moral. Abrazaba -a ratos con irritante distancia irónica- su fragilidad. Dialogaba con su cuerpo. Cuestionaba el lugar cultural de las mujeres sin estar en la cresta de la ola feminista. Desmitificaba el sexo contando experiencias sexuales bizarras e incómodas. No miraba con indolencia a generaciones anteriores a las suyas. A diferencia de sus contemporáneos, parecía tener conciencia de su mortalidad, o que al menos su juventud un día también moriría.
Tras el término de Girls, Lena Dunham pasó por problemas de salud mental, entró a rehabilitación, dejó Nueva York y se casó con un músico británico de origen peruano. Hace poco cumplió 39 años. Ha engordado, pero dice que ya no está para bodyshaming, y que aprendió a habitar su cuerpo tal como es. El Williamsburg que retrató en Girls -y que terminó por convertirlo en un spot turístico- ya no existe, o sí, pero como una ruina arqueológica arrasada por la especulación inmobiliaria, los grandes capitales y el periplo fashionista. La generación Z ahora vive varias paradas de metro más adentro de la línea L, en Bushwick, y no guarda ningún recuerdo de cómo era Brooklyn en sus inicios, antes de Trump, Meta y Amazon. Berlín, ciudad favorita de los millennials europeos, también parece haber perdido su esencia original, tal como lo narra la bella novela “Las perfecciones del italiano Vincenzo Latronico” (finalista premio Booker 2025). La cultura alternativa, sostiene el narrador, derivó en la imagen de jóvenes ejecutivos que andan en bicis eléctricas, beben cerveza sin alcohol y comen comida vegana. “Si lo pensaban, Anna y Tom no lograban entender cuánto de ese cambio se había producido en la ciudad, mucho más abierta cuando ellos tenían veinte años, y cuánto en ellos mismos, que ya no tenían esa edad”, reflexiona sobre la pareja de protagonistas que sienten haber perdido su lugar en una Berlín gentrificada.
Too much (Demasiado, en Netflix) la nueva serie autobiográfica de Lena Dunham cuenta exactamente ese punto de quiebre: “el día después” del fin de la utopía millennials y su caída libre hacia la adultez. Al igual que su guionista y directora, su protagonista, Jessica (Megan Stalter), ya no tiene razones para seguir creyendo que Nueva York es la mejor ciudad del mundo. Su novio, Zev (Michael Zegen), la dejó de la noche a la mañana por una influencer (Emily Ratajkowski). Su trabajo como productora de comerciales de televisión no era lo que soñaba. Su trastorno obsesivo compulsivo la tiene pegada a Instagram presenciando en vivo y en directo el romance de su ex con su nueva polola.
De vuelta a la casa materna -el mayor fracaso que puede experimentar un orgulloso millennial -convive con su aún más deprimida hermana (la misma Dunham) y el hijo de ésta, su madre y su abuela, una situación que Jessica describe como “un infierno intergeneracional de mujeres solteras”.
Un día decide dejar su refugio afectivo y salir al mundo otra vez, trasladándose a la oficina de su productora en Londres. Jess, quien a ratos parece salida de una película trashy del genial John Waters, no es la más cool entre los londinenses. Es, de hecho, todo lo contrario: too much. Demasiado gritona, demasiado intensa, demasiado inmadura, auto-centrada, desbordada y saboteada. Demasiado ella misma. Alguien podría decir “demasiado gorda”, pero el cuerpo no es tema en la serie, una decisión radical de Dunham que subvierte el cliché hollywoodense de que las mujeres con sobrepeso sufren por su cuerpo, son inseguras y no son deseables. Ver una chica con sobrepeso tener sexo salvaje es, en ese sentido, no solo subersivo sino edificante. Una reivindicación hacia “las gorditas”, como escuché en una conversación que no ocurre a menudo.
Too much, ha dicho Dunham, “explora las contradicciones de las millennials mujeres que han crecido a partir de experiencias pasadas, pero que se encuentran a sí mismas cometiendo los mismos errores y enfrentando los mismos obstáculos una y otra vez”. No importa que al principio los tropiezos de Jessica nos caigan mal. A medida que pasan los capítulos dejamos de verla como “una niña al borde de un ataque de nervios” y nos fundimos con su malestar existencial como una triste melodía pop. Jessica es too much porque es impulsiva, se tira a la piscina sin medir las consecuencias y toma riesgos (como cuando envía a redes sociales sus más sinceros mo nólogos interiores) en un cultura donde las apariencias lo son todo. El mejor capítulo es el de un largo flashback donde nos enteramos de los pormenores de la historia de amor y de humillación que sufrió en Nueva York. La herida que le infringe su novio narciso es trata da con la seriedad y la sutileza que merece, como si Lena Dunham hubiera encontrado el momento perfecto para dejar de hacerse la chistosa. Con Félix (Will Sharpe), el músico indie que Jessica conoce en un pub y con el cual empieza una relación, ocurre un efecto similar. Él también esconde heridas biográficas -en su caso, de infancia- y al enterarnos de éstas, comprendemos por qué llora frente al oso de la película Paddington o se droga con ketamina hasta perder la conciencia. Su sensibilidad masculina no es una deconstrucción de género ni mucho menos una pose. Es real.
Todo es tan real en Too much que es probable que los jóvenes millennials que se vieron felizmente reflejados en Girls ya no quieran reconocerse en esta versión adulta. Jess y Félix, la mujer extrovertida y el chico sensible, no saben cómo lidiar con sus traumas sin espantar al otro. Educados en la ligereza y el desapego de inicios del 2000, están aprendiendo a vivir en un mundo que ya no se parece al que soñaron, a mirar con empatía a quienes fueron jóvenes y adultos antes que ellos (gracias), a salir de sus propios errores sin derrumbarse, a no boicotear lo que sienten por miedo a sentirlo, a decir I love you no sólo con el cuerpo. A sacarse, al fin, ese parche que tanto duele cuando se queda pegado a la herida.