“Esto va a ser súper conflictivo”, anuncia Dominique Thomann, preparando el camino a una confesión: “Violín es el diminutivo de viola”, dice casi en un susurro, y agrega con una sonrisa de consuelo: “Más de algún violinista se me va a enojar”.
Así de específico es el mundo de la música clásica, uno donde la sensibilidad de cada artista está llena de bemoles que una mujer como esta, responsable de la administración de la Orquesta Sinfónica de Chile, debe saber cómo ejecutar.
Dominique es la directora del Centro de extensión artística CEAC, del que también dependen el Coro Sinfónico y el Ballet Nacional Chileno. Es una de las gestoras culturales más gravitantes del momento, pues con la inauguración de la Gran Sala Sinfónica del nuevo centro VM20 (ubicada en Vicuña Mackenna 20) deslumbró al circuito local. Pero más allá de ser una tenaz ejecutiva por su formación de ingeniera comercial, ella también es una artista de vasta carrera musical.
Comenzó a estudiar violín a los 5 años –“aprendí a leer música antes que español”, define-. Se formó con un maestro del instrumento, Jaime de la Jara, y a los 15 años ya era parte del grupo del Instituto de Música de Santiago que lideraba Sylvia Soublette. “Crecí viéndola a ella, que fue una gran gestora, vivía armando proyectos”, recuerda.
A los 15 años uno de esos proyectos la llevó a tocar a Polonia; luego a los 17, a Bélgica. “En esas experiencias nacieron mis ganas de hacer gestión cultural. Y me di cuenta de que para hacer gestión había que estudiar gestión. Pero en Chile en esa época no había mucha oferta para estudiar eso, así que entré a bachillerato y luego a ingeniería comercial”, cuenta.
Los años de universidad fueron toda una gesta para Dominique. Viajaba cada día desde el campus San Joaquín de la UC al campus Oriente, donde seguía estudiando música. “En algún momento yo había hecho el duelo de la música, sentí que el violín era una cosa tan grande, de tanta dedicación, que pensé que lo mío era solo la gestión. Pero cuando entré a la universidad, me di cuenta de que seguía ensayando como cualquier músico. Y ahí decidí hacer carreras paralelas”, recuerda.
Cuenta que por esos mismos años, mientras aprendía a gestionar su propios tiempos y vocación, tomó la viola y dejó el violín.
-¿Qué fue lo que te enamoró del sonido de la viola que no tenía el violín?
-Tiene una frecuencia que me gusta mucho, me fascina. Tiene un rango que es como el de la voz humana, ni tan aguda ni tan grave. No es estridente y además, tiene una característica muy bonita: une voces, une el agudo del violín con el grave de las otras cuerdas…
Dominique hace una pausa reflexiva, y agrega:
-Curiosamente, si veo un poco lo que ha sido mi carrera, mi rol en la gestión cultural es unir mundos, ponerlos a conversar. Quizá son mundos que parecen estar alejados, pero están íntimamente relacionados. Música y matemáticas van de la mano. Además, la gestión busca acercar gente, generar proyectos que logren unir, convocar, crear espacios de encuentro.

Búsqueda de impacto social
Su experiencia en gestión se ha ido afinando como un instrumento. En Alemania, donde cursó un máster en dirección de orquestas y teatros, Dominique aprendió la rigurosidad del sistema cultural germano.
“Tuve que escribir mi tesis en alemán, fue durísimo, pero me fue muy bien”, cuenta con orgullo. Su investigación se centró en los festivales musicales chilenos, comparando sus dinámicas con las del panorama europeo. Su paso por ese sistema le permitió dimensionar la relevancia de institucionalizar la cultura: “Allá hay leyes específicas para artistas. Es otra escala de profesionalización”, explica.
Volvió a Chile motivada no solo por razones personales —una oferta de trabajo en el sur, la cercanía con su familia, el deseo de impacto social—, sino por una certeza íntima: había que devolver todo lo aprendido. “Trabajé con orquestas increíbles, viajé por el mundo, pero sentí que el impacto social no era una prioridad allá. Acá sí”, afirma.
Así llegó a liderar elencos estables como la Orquesta Filarmónica en el Teatro Municipal y la Orquesta de Cámara de Valdivia. En ambas instituciones dejó una huella: impulsó proyectos de vinculación con el público, como tertulias antes de los conciertos, e insistió en la necesidad de que los líderes artísticos no se eternicen en sus cargos. “Los ciclos son necesarios, hay que dar aire a las instituciones”, reflexiona.
En su rol actual como directora del CEAC —el Centro de Extensión Artística y Cultural de la Universidad de Chile—, y con la Gran Sala Sinfónica ya en funcionamiento, Dominique enfrenta otro tipo de desafíos: reactivar el vínculo del público con la música clásica en un barrio que fue epicentro del estallido social.
“Fue un periodo duro. El teatro estuvo cerrado por la pandemia y marcado por el miedo. Pero hemos ido recuperando la confianza. La gente ha vuelto”, dice.
Uno de los momentos clave fue el concierto de la Sinfónica en Plaza Italia, en 2023. Tocaron la Novena de Beethoven. “Fue un gesto de recuperación simbólica del espacio público”, recuerda. Y no fue el único: desde entonces han impulsado conciertos en sectores como Bajos de Mena, Maipú y Estación Central. “La Sinfónica tiene un mandato claro: es la orquesta de todos”, asegura.
En ese proceso de reconexión con la ciudad, Dominique también destaca la importancia de repensar las barreras culturales: “La gente cree que tiene que vestirse de cierta forma para ir a un concierto, que debe saber de música. Pero no, lo que importa es acercar, contar, explicar. Romper esos códigos que alejan”.
Hoy, cuando se le pregunta por la dimensión de tener a tres mujeres al mando de las principales instituciones culturales del centro de Santiago —ella en el CEAC, Alejandra Martí en el GAM y Carmen Gloria Larenas en el Municipal—, responde con claridad: “Las mujeres siempre hemos estado preparadas. Solo nos faltaban los espacios. Ahora que los tenemos, hay que abrir más”.
Y Dominique los abre. No solo desde la gestión, sino también desde la interpretación: fomenta la inclusión de batutas femeninas, ha impulsado alianzas con colectivos de directoras y ha nombrado, por primera vez en la historia de la Orquesta Sinfónica Nacional de Chile, a una consejera artística mujer.
“La cultura cambia sociedades”, resume. Y en su caso, lo hace desde la convicción, la excelencia y, cómo no, el sonido profundo de una viola.