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El fútbol de antes: La rifa más linda del mundo

En esos años tener una pelota de verdad te daba un estatus especial en el barrio y en el curso porque casi nadie tenía. De hecho el orgulloso propietario aseguraba la titularidad en cualquier equipo, fuera bueno o pésimo, ya que por su valor no eran fácilmente reemplazables… como son ahora.

Eran tres números escritos a mano con lápiz BIC en un pedazo de papel poco más grande que un boleto de micro. Cero tecnología. Pagabas, te pasaban los numeritos y ya estabas participando. Tres opciones para alcanzar el sueño máximo: una pelota de cuero nuevecita, reluciente. Quizás cuántos números eran los que entraban al sorteo y quizás cuántas veces ganaron palos blancos o parientes de los que organizaban. Pero uno creía -o quería creer- que en ese entonces no había ningún tipo de trampa ni maldad de por medio.

Si cualquiera de tus tres números salía sorteado, te ganabas la pelota. El guatón que los vendía –que era el mismo en el Nacional y en el Santa Laura y que, años más tarde, los alumnos de Periodismo de la Universidad Católica encontraríamos como acomodador de autos en las afueras del Campus Oriente- recorría durante el partido todas las filas de la galucha, de arriba abajo y de este a oeste, llamando a viva voz a todos quienes estábamos ahí reunidos.

Llevaba bajo el brazo, como trofeo, una pelota de verdad, oficial, número cinco, 32 cascos. Juraría que podía hasta olerse el cuero de cada uno de los cascos en blanco y negro -como eran y siguen siendo las pelotas más lindas- cuando pasaban al lado tuyo ella y el gordo, siempre con un delantal azul oscuro con bolsillos gigantes.

A ver: en esos años tener una pelota de verdad te daba un estatus especial en el barrio y en el curso porque casi nadie tenía. De hecho el orgulloso propietario aseguraba la titularidad en cualquier equipo, fuera bueno o pésimo, ya que por su valor no eran fácilmente reemplazables… como son ahora. Al punto que se mandaban a arreglar a una zapatería cuando se pinchaban, se descosía alguno de sus gajos o le salía un cototo al “blay”, la cámara interna inflada con aire (allá por 1860, eran de vegijas de cerdo y por eso los primeros balones ingleses recibían el nombre de “pigskins”).

Lo bueno es que, por lo mismo, en promedio duraban entre cinco y ocho años pese a que pocas veces conocían el pasto: normalmente pasaban de la tierra de los potreros o los sitios baldíos al asfalto de la calle y las baldosas del colegio como máxima consideración a su condición de “bien cuidable”.

El momento de la rifa

Era tanto el deseo de tener una de esas pelotas “de a de veras”, que muchas veces seguíamos con la vista por largos minutos al gordo, subiendo y bajando las escaleras el estadio, con el riesgo de perdernos alguna jugada clave que, para peor, en esos años no había cómo ver repetida en la noche en las noticias: si el partido no era “importante” (o sea, si no jugaban Colo Colo o la U), no quedaba otra que esperar hasta martes cuando salieran las fotos de la revista Estadio. Las imágenes de los goles de toda la fecha recién aparecieron promediando los ochentas en todos los canales. Y luego volveríamos a perderlas cuando la tiranía de los “derechos” las dejó en manos de un sólo canal.

En esos años tampoco llegaban imágenes de partidos en el extranjero, por lo cual siempre me he preguntado cómo hablaban con tanta seguridad los comentaristas chilenos de entonces del Ajax de Cruyff, por dar sólo un ejemplo. Es un hecho que no lo vieron nunca, ni en vivo, ni en video ni en amistosos por estos lados del mundo. Jamás. Repetían lo que leían, seguramente, haciendo fe de lo que contaban los diarios o revistas extranjeras en tiempos donde las fake news casi no existían.

En fin. Volvamos a la soñada rifa: ya cerca del final del partido, aparecía otra vez por la galucha el gordo y unos cuantos ayudantes a cumplir su compromiso. Alguien supuestamente elegido al azar metía la mano a la bolsa de género donde estaban los números, sacaba una fichas grises parecidas a las del taca taca (otra linda costumbre que nuestros hijos han ido perdiendo por la tiranía del Play), se elegía el ganador y éste era voceado de lado a lado de la galería. Y aquí venía lo más increíble: una vez que el afortunado o la afortunada levantaba la mano y el número era revisado, la pelota recorría la galería entera, pasando de mano en mano, en una cadena humana, hasta que llegaba al emocionado vencedor que por fin la atesoraba ¡sin que nadie se la robara en el camino!

Lo mismo que pasaba con el pasaje de las micros que, cuando venían llenas y uno se subía por la puerta de atrás y pagaba -siempre pagaba- hacía llegar la plata hacia adelante, hasta el chofer, y éste al rato devolvía, ahora hacia atrás, el boleto y el vuelto sin que se perdiera un solo centavo en aquel viaje eterno de mano en mano.

Otro Chile, sin duda. Hoy sin duda alguna se robarían la pelota y la plata del pasaje en breve y emotiva ceremonia, en menos que canta un gallo, a la primera, diuna. Así estamos.

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