
Alguna vez hubo reuniones triples en el Estadio Nacional, claro que sí, pero yo me acuerdo más de las del Santa Laura. Porque iba con mi abuelo y eso, seguramente, hacía que todo fuera un poco mejor. Almorzábamos temprano y salíamos de la casa en Erasmo Escala, en el barrio Brasil, rumbo al centro para tomar una micro azul en Bandera y así llegar hasta la Plaza Chacabuco.
Ibamos, como muchos, a disfrutar, a pasarlo bien, a mirar de cerca no uno, sino tres partidos. Con todo lo que eso implicaba, antes y después. Las viejas revistas Estadio en la vereda, listas para ser escogidas. Los banderines enormes, gigantescos, con flecos en los bordes y la correspondiente foto del equipo pegada al género con cuatro corchetes. La tradición, compleja y polémica, de los sándwiches de “potito”, denominados así por su aroma más que por su origen, ya que en rigor no se trata de carne de esa parte del animal, sino de los interiores. Callos, según los españoles. “Guatitas”, según nosotros.
El caso es que eran tres partidos seguidos en la misma cancha. Hoy le cuentas eso a un niño y no te cree. No pueden llegar a imaginárselo: seis equipos distintos y seis barras juntas y revueltas en la misma tarde. Al menos sesenta y seis jugadores sin contar las bancas y los cambios. Seis cuerpos técnicos, seis guardalíneas, tres árbitros. Distintos equipos periodísticos radiales y de diarios que iban rotando igual, supongo, que los pasapelotas y los Carabineros.
Era tan especial el ambiente que se creaba, que varias veces fuimos al estadio con mi abuelo sin que jugara Colo Colo, permaneciendo neutrales durante los tres partidos. Analizando el juego con más calma, aliviados, sin tanto nervio ni pasión. Nunca alcanzamos a aburrirnos. A veces nos movíamos de un lado a otro de la tribuna o a la galería norte, la única de cemento, que era la preferida del Tata porque estaba convencido que se veía mejor detrás del arco que desde el medio: no era un asunto de precios, sino de ángulo.
En ocasiones bajábamos a los baños y los kioscos de los pasillos y, si la cola avanzaba rápido, comíamos un delicioso pernil con palta (no tengo memoria de alguna cosa más exquisita en mi infancia), o un chocolito. A veces las dos cosas, porque “la tirada” era larga. Otras veces llevábamos bolsas con sándwichs que nos había hecho mi abuela y los mezclábamos con unos paquetes gigantes de maní confitado, que a mí me gustaba más porque eran más dulce y ensuciaba menos el suelo que el tostado.
EL HIMNO ODIOSO…PERO INOLVIDABLE
En los entretiempos, y al final de cada partido, sonaba una y otra vez, repetido, contumaz, odioso, permanente, el himno de la Digeder. Tanto sonaba y tan pegajoso era -eso hay que reconocerlo- que al igual que muchos hinchas que hoy frisan los 60 me lo aprendí de memoria aun sabiendo lo que implicaba en esos años políticamente oscuros y complejos. De hecho, hasta el día de hoy, con algo de vergüenza, si lo escucho me emociono. Son demasiadas horas de esa música en mi cabeza, demasiados recuerdos, demasiados partidos ligados a ese sonido envolvente y a la vez triste.
Todavía puedo recordar la letra de memoria, lo juro, sin mirar Google ni Youtube: “El deporte/es lenguaje natural, de unidad/ practicándolo en familia, tu familia y mi familia se unirán, se unirán/ Ven chileno, te invito a participar, participar, compartiendo lealtad y triunfar/ Dios creó, en mi país, un estadio natural/ tómalo, úsalo, para tú recreación/ descubrir la juventud, el deporte es salud/ competir y vencer junto con la Digeder…”. Un espanto. Bien fascistoide. Pero igual lo escucho y me veo, solo o con mi abuelo, bajando las escalinatas del Santa Laura o del Nacional.
Y me gusta, porque aparecen las camisetas celestes de un Aviación que ya no existe, con el bigotón Benjamin Valenzuela, con Leyton, Fournier y el Condor Rojas como alternativas en el arco, con Coffone al medio y con Miguel Angel Herrera, Fabbiani chico y el panameño Selvin Pennat en el ataque. Y del OHiggins del arquero Laino y de Juvenal Vargas. Y las rojas del Ñublense de Antonio Muñoz, de Gangas, Cerendero, Hugo Solís, Sintas y Aballay. O las lilas del Concepción de Bratti (que a veces jugaba con jockey), de Moisés Silva, el flaco Isla, Victor Estay y los alemanes Lamour, Schellberg y Berger, que llegaron todos juntos un año en condición de paquete (y así no más fue, literal).
Suena de nuevo ese himno en mi cabeza y aparece el Huachipato de Mendy, del bigote Godoy, de Urrizola y Elissetche. La Lota Schwager de Juan Páez, de Washington Abad, de Merello todavía sin bigote, el Jipi Jiménez, Ahumada y Alarcón, que partirían más tarde en lote a Cobreloa. El Green Cross del indio Navarro, de Víctor Manuel González, de Eduardo Cortázar. Las camisetas tricolores del Palestino del Keko Messen, de don Elías, de Manolito Rojas, de Dubó, de Oscar Fabbiani. Con el Loco Araya bajo el arco cuando los palos eran de palo y, por eso, si la pelota rebotaba en ellos, se decía ¡palo! y no poste como ahora.
La música suena en mi cabeza, créanme, y aparece la UC de Moscoso, del chago Oñate y Nelson Sanhueza, quienes alguna vez fueron a jugar al gimnasio de mi colegio porque los llevaron los Molinare o los Reydet. La UC de Eduardo Bonvallet -con quién terminaría siendo amigo y compañero de trabajo- del chino Lihn, el conejo Roselli (autor de un famoso gol de chilena a la U, arco sur, en noche oscura en el Nacional), de Hernán Castro y de los uruguayos Masnik y Lacava Shell, estos tres últimos tres vecinos y a amigos míos en las Torres San Borja.
Suena otra vez y aparece el Chaguito del mundialista uruguayo Luis Cubilla, de Adán Godoy (que una vez recibió en Santa Laura un par de goles de Carlos Rivas, su yerno, que ya jugaba por Colo Colo); el cuadro autobusero de Pecoraro y de Guillermo Páez, ya cerca del adiós. O esa Unión Española campeona del Gato Osbén y Batman Buticce en el arco, del chino Arias y Machuca por las bandas, de Waldo Quiroz, Peredo, el pelusa Pizarro, Pancho Las Heras, Pinina Palacios y el Tano Novello como estrella, a quien una tarde vi subirse sin problemas a una micro Bernardo Ohiggins en la que iba yo bajando por Providencia, porque así eran los grandes jugadores de antes: andaban en micro y no en autos de alta gama.
Suena la música en mi cabeza y aparecen también, por qué no, el Audax verde oscuro de Remigio Avendaño, de Adriano Muñoz y de Camilo Benzi. El Ovalle verde claro de Roldán, Tabilo y Rubén Gómez. El increíble Everton del Polo Vallejos, de Erasmo Zuñiga, del pelao Acosta, del negro Ahumada, del uruguayo Brunell, del maestrito Salinas, de Chicomito Martínez, de Pedro Gallina (autor de un gol de taco en Sausalito que fue elegido el mejor del año por el Show de Goles de UCV), el de Spedaletti y de Ceballos. O el Wanderito de Raúl González -papá del chico Mark- de Rubén Díaz, de Andrés Pérsico y de Jorge Puntarelli que una vez, ya más grande, de pura casualidad, me cambió de casa desde el centro a una cabaña en El Arrayán, porque se dedicaba a las mudanzas.
Suena ese maldito himno y aparecen otra vez las penumbras de los estadios de la época, todos con muy mala iluminación para martirio de los señores fotógrafos de las revistas deportivas… que ya no existen. Y las antorchas de papel de diario, encendidas con cero cuidado, pese a lo cual nunca pasó nada grave. También las primeras banderas de las barras que en esos años, si el rival jugaba bien o hacía un golazo, aplaudían (aunque hoy parezca increíble y casi indigno). Y las viseras de cartón para taparse el sol que caía directo a los ojos, con un elástico por atrás y la foto blanco y negro de tu equipo por adelante. Hermoso.
Suena y me acuerdo altiro de la U de Carballo, de Bigorra, de Socías, de Juan Soto, del argentino Jorge Luis Ghiso y del pollo Neumann. Jorge Gonzalo Neumann Labrin, puntero derecho incisivo quien más adelante también sería mi vecino en las Torres San Borja, se cambiaría de equipo y me llevaría en su escarabajo, creo que amarillo, a ver los entrenamientos de la Unión en el Santa Laura.
Dejo para el final a Colo Colo. El Colo Colo del gringo Nef y de mi amigo el loco Enoch compartiendo el arco, del pavo Galindo, del negro Pinto, de Mané Ponce, de Crisosto y Orellana, que cuando iba a lanzar un tiro libre con su zurda milagrosa generaba un acto de fe de tal magnitud, una comunión religiosa y tribal tan feroz, que hacía que mucha gente pateara al mismo tiempo contra el suelo generando un ruido parecido a un temblor, lo que significaba una sóla cosa: viene el gol.
Muchas veces resultaba. Mi abuelo decía que el rito en realidad se había inaugurado unos años antes por los mismos hinchas de Colo Colo cuando Chamaco Valdés iba a lanzar un tiro libre, pero eso yo no alcancé a verlo y sólo me subí al buque en las fantásticas reuniones triples con avisos de Johnson Clothes y de Gino en los bordes de la cancha. Reuniones que, probablemente, nunca más se llevarán a cabo en Chile a menos que volvamos a ser muy pobres otra vez.