
Había sido raro, 1974. Especial. No sólo por marcar los primeros meses de Pinochet. Ese año hubo Mundial de Fútbol, en Alemania. La Alemania partida en dos. WM 74 se llamó el torneo y Tip y Tap fueron las mascotas: dos niños de nueve años dibujados por alguien que, a juzgar por la contextura de los personajes, no tenía mayor conflicto con el sobrepeso infantil. Cosa que, de refilón, alguien supo leer bien por estos pagos al bautizar “Tip y Tap” un famoso local de sándwiches ubicado en la primera cuadra de San Crescente, en Apoquindo, al frente del desaparecido cine El Golf. Local que, con los años y debido al éxito, terminó siendo una cadena y estando en todos lados. Un ex jugador de fútbol era su dueño: Jaime Vásquez, compañero de Livingstone, Riera y José Manuel Moreno en la UC de los cuarenta. Pero quizás si la epoca de oro del “Tip y Tap” fue en los noventa, cuando servía de refugio al equipo televisivo de Gonzalo Bertrán -famoso director de televisión, fanático de la UC- que se reunía ahí cada semana después de sacar al aire Viva el Lunes, un exitoso programa de conversación que condujeron por años en Canal 13 Cecilia Bolocco, Kike Morandé y Alvaro Salas y que tuvo entre sus invitados varias veces a Diego Armando Maradona.
Pero volvamos a ese mundial, que se jugó en territorio de la RFA, la República Federal Alemana, pero en el cual también participó la RDA, la República Democrática Alemana. Berlín, partida en dos al igual que el país, fue una de las sedes. Es decir, por primera vez no hubo uno sino dos locales. Pues bien, por sorteo, ¿adivine a quién le tocó jugar justo en el grupo donde habían quedado los dos locales?: a Chile, claro. Pero esa es otra historia.
En este caso lo que nos importa es que la preparación para ese Mundial, y su desarrollo en junio, obligaron a modificar la competencia interna. Por eso, las primeras fases de la Copa Chile, que volvía después de 1962 (cuando se llamaba, justamente, “Copa Preparación”), no contaron con los mejores jugadores del país. Colo Colo, que a la postre sería el campeón, debió entregar no sólo un puñado importante de titulares a la Roja sino además a su entrenador, Lucho Alamos, por lo que la conducción del equipo la asumió su asistente, Orlando Aravena, el cabezón Aravena. El mismo técnico que luego pasaría a la historia dirigiendo a Chile en la Copa América del 87 (la del 4-0 a Brasil) y dos años después en el vergonzoso Maracanazo, para las clasificatorias de Italia 90.
Aparte del “detalle” de la ausencia de los rostros principales, se inventó para la ocasión una estructura de competencia distinta y polémica. Un sistema nuevo y algo enredado de etapas clasificatorias al punto que, pese a ser pensado sólo como Torneo de Apertura, duró hasta fines de agosto. Creado por la Asociación Central de Fútbol -hoy ANFP, en ese entonces ACF, ubicada en Erasmo Escala y Cienfuegos, a la vuelta de la sede de Colo Colo y al frente del Arzobispado- la Copa Chile reunía a todos los equipos de Primera y Segunda División. Varios de ellos actualmente desaparecidos o en tono amateur: Aviación, Green Cross Temuco, Lister Rossel de Linares, Trasandino, Ferroviarios, Naval de Talcahuano, Lota Schwager, Malleco Unido, Independiente de Cauquenes, Iberia de los Angeles.
Se decidió jugar la etapa inicial en tres grupos definidos de acuerdo a zonas geográficas. Con partidos de ida y vuelta hasta clasificar a los mejores dos de la Zona Norte (que fueron Santiago Wanderers y La Serena), a los mejores tres del Centro (Colo Colo, Palestino y Universidad de Chile) y a los mejores tres del Sur (Huachipato, Green Cross y Lota Schwager). Luego hubo entre esos ocho equipos nuevos partidos de ida y vuelta donde fueron avanzando, hasta llegar a la final, albos y porteños. Los primeros tras dejar en el camino a Green Cross y Huachipato (con tercer partido de definición en Rancagua) y los verdes a la U y a Palestino.
La final, que fue transmitida a todo el país en directo por la televisión chilena, se jugó el 25 de agosto de ese año 74, en el estadio Nacional, ante 51 mil personas “controladas”, como se decía entonces…aunque había 60 mil “por lo bajo” (un concepto que mi abuelo usaba mucho y que hace rato no escucho).
Los equipos, por primera vez en la historia, no entraron a la cancha por los túneles a ambos lados del terreno, como era habitual. Esta vez fue por el medio, en fila y en formaciones paralelas. Toda una novedad para esos tiempos, lo que fue definido por la revista Estadio como “un ingreso al más puro estilo europeo”. Esperaba al campeón una fenomenal copa especialmente creada para la ocasión, la más cara y la más grande de la que se tenga memoria hasta el día del hoy en el fútbol chileno. Un trofeo de plata maciza, de un metro y veinte de alto y ocho kilos de peso, con un mapa del territorio chileno en cada una de sus caras, hecho de cobre, ónix y lápiz lazuli. Había sido encargada a la Fábrica de Platería de Hernán Baeza Rebolledo, ubicada en la popular comuna de San Miguel, dibujada y boceteada a mano por el propio presidente de la ACF, Francisco Fluxá, y fue tal su éxito que existe hasta hoy como premio para el que gane el torneo.
Para el día de la final, y ya a un par de meses de haber jugado el mundial, habían vuelto como titulares a Colo Colo el arquero Adolfo Nef, Rafael González, Guillermo Páez, Chamaco Valdés y Leonardo Véliz, entre otros seleccionados. Pero la figura del partido fue un joven atacante llamado Luis Araneda, el “tanque” Araneda, autor de dos goles (a los 21 y 66 minutos de juego) antes que Gamboa abrochara para los albos el 3 a 0 definitivo, a los 82. Un partido desnivelado, como reflejó el marcador. Wanderers no alcanzó a equilibrar nunca el juego y esa tarde sólo pasaría a la historia por los histrionismos habituales de su técnico, Donato Hernández, por el buen trabajo en el medio del argentino Oscar Blanco y por las escasas pero peligrosas llegadas de su compatriota Jorge Dubanced, centrodelantero, goleador del equipo y dueño de una inolvidable cabellera y un tupido bigote. Aparte, claro, de la camiseta rayada del arquero Humberto Tapia, al estilo abeja maya. Un golero de buenos reflejos, normalmente bien ubicado, pero muy bajo para el puesto y de salidas temerarias, lo que lo llevó a “comerse” esa tarde el segundo gol al correr fuera del área a pelearle un cabezazo a Araneda: terminó botado en el suelo dejando todo el arco a disposición del goleador albo.
Los hinchas albos recordarían para siempre uno de los pocos buenos momentos de una década que sería muy mala de ahí en adelante en materia de títulos. Eso además de las zancadas fenomenales de esa bestia que era Araneda y esa inmensa, deslumbrante y espléndida copa, que aún descansa en Quilín porque, gracias al cielo, se salvó de Sergio Jadue quien, según dicen los que estaban por ahí en esos años oscuros, trató de llevársela a su casa un par de veces con su proverbial rapidez de manos. No me consta, pero tampoco me extrañaría.