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El fútbol de antes: Las tiendas buenas estaban todas en el centro

“Tampoco existían los outlets o esas tiendas multimarca de hoy, tan cool, donde la selección de modelos específicos, exclusivos y carísimos, es la que manda. He visto zapatillas en esos locales que llegan a los 900 mil pesos. Ya se que suena absurdo, pero es verdad”.

Había muy pocas tiendas de deportes en Santiago cuando éramos niños. No existían los mall ni los locales grandes tipo Sparta, Decathlon, Marathon o Planet Sports. Las bicicletas -Caloi, Oxford o Cic- se vendían en tiendas específicas, lo mismo que las raquetas de tenis, todas de madera, marca Wilson o Dunlop.

Puede que ya hubiera algunos “córner” en Almacenes Paris (así se llamaba entonces) o en Falabella. Y existían ciertas tiendas de zapatillas como North Star, Bata o Calpany. Pero nada más. Nike, Adidas, Puma, Diadora, Under Armour, Asics, Reebok, Converse, New Balance, Vans, Le Coq Sportif, Superga o cualquiera de las mega tiendas de zapatillas y ropa deportiva hoy famosas, todavía estaban a años luz de llegar al país. Eran apenas una idea futurista en la cabeza de un par locos que probablemente estudiaban en otro continente y ya tenían el plan de corromper nuestra linda fragilidad de país pobre.

Tampoco existían los outlets o esas tiendas multimarca de hoy, tan cool, donde la selección de modelos específicos, exclusivos y carísimos, es la que manda. He visto zapatillas en esos locales que llegan a los 900 mil pesos. Ya se que suena absurdo, pero es verdad.

El caso es que, si en esos tiempos con olor a lluvia sureña y a panadería de barrio, querías algo para hacer deportes, había que ir a los pasajes del centro (en los setentas, vivieras donde vivieras, todos íbamos al centro varias veces al mes) porque, en unos locales oscuros pero muy lindos que nunca fueron cadena ni llegaron a provincia, con estantes de madera y escaparates de vidrio, vendían ropa deportiva… hecha en Chile.

Ahí -y sólo ahí- podías encontrar camisetas muy gruesas -de cholguán, decíamos medio en serio y medio en broma- rodilleras y guantes de arquero, pelotas de cuero de 32 cascos y zapatos de fútbol con estoperoles fijos de marcas propias como “Deportes Sanhueza”, “Hernán Solís Sport Team” o “Misael Escuti”. Tiendas que tenían la gracia de que, si tenías suerte, podía tocarte que justo el día que ibas estuvieran atendiendo sus propios dueños, ni más ni menos que el arquero titular de la selección chilena del Mundial del 62 y uno de los relatores de radio más famosos de todos los tiempos.

A mi me tocó ir una vez con mi mamá y que estuviera Escuti, justamente, un caballero ya con sus años -seguramente menor que yo ahora- muy elegante y cariñoso, pelado, de bigote y buena facha. ¿Buzos? No. Para eso estaba Haddad (celestes con azul o beige con café) o Deportes Bull (blanco con visos burdeos o burdeos con visos blancos), marcas también chilenas que campeaban en nuestros colegios al inicio de los ochentas. Y si necesitabas una camiseta blanca, lisa, delgada, manga larga o corta, a la cual coserle la insignia de tu equipo favorito -y la tira negra del luto por David, ¿se me notó?- ahí estaba Caffarena, para salir del paso. Los pocos que viajaban a veces traían algo de Adidas o zapatillas de lona Topper desde Argentina o Brasil. Pero eso no pasaba casi nunca.

De hecho mi máximo orgullo infantil era una camiseta manga larga azul oscura, de arquero, con hombreras y coderas, que habíamos comprado (dijo la mosca) donde Escuti y que mi mamá, pegándole la insignia de Colo Colo en el pecho y un número 1 de cuero en la espalda, había transformado, por arte de magia, como sólo pueden hacerlo las madres cariñosas, en la camiseta del gringo Nef.

Adolfo Nef Sanhueza, goalkeeper de Lota, de la UC, de Magallanes, de la U en los últimos años del ballet azul pero ante todo de los albos y de la selección por más de una década, y quien solía usar camisetas celestes, azul oscuras o grises. Con ella, impoluta, jugaba en las calles del barrio (pienso que fuimos la última generación que jugaba todos los días fútbol en la calle y sólo paraba al grito de ¡auto!- para luego seguir jugando) a pasos de la casa donde crecí y que aún existe: estilo inglés, dos pisos, ladrillo rojo, en la esquina de Isabel la Católica con Juan de Austria, cerquita de lo que hoy es el Jumbo de Bilbao y que en esos años era un terminal de trolleys.

Los Comparini, también alumnos del Colegio San Juan, vivían por ahí cerca y había una tienda de comida con un nombre que nunca pude olvidar: “Cecinoteca La Tirolesa”. Era cara, pero con el arriendo de mis revistas Barrabases y Mampato entre los niños del barrio -por dos días, anotados en un cuaderno Colón- algo de plata juntaba y podía acceder a un estupendo salame para echarle al pan después de jugar esas pichangas que duraban horas y que terminaban sólo cuando se iba la luz y ya no se veía nada.

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