
Corría el año del señor de 1975 y, como era costumbre, terminando mayo mis padres me habían invitado a almorzar a un restaurante porque estaba de cumpleaños. En esa época de país pobre era común elegir entre regalo o restaurante, y yo siempre elegía lo segundo, seguramente porque en ese Chile de los setentas no había nada muy motivante que te pudieran regalar. Colonias Flaño o Barzelatto, calcetines Caffarena, algún casete de la Feria del Disco. Poco más. Juguetes buenos casi no había. Viajes al extranjero, menos.
Todavía no se ponía de moda encargar a Argentina mocasines, poleras Lacoste, gamulanes, chocolates en rama, zapatillas Topper, chicles Bazooka o lápices Scripto, de esos que cuando se iban gastando los abrías por atrás y le echabas unas gotas de colonia y santo remedio (los albores de la reutilización y la sustentabilidad).
No había prácticamente nada electrónico o tecnológico todavía. Ni juegos Atari, ni parlantes chicos, ni relojes Casio o Seiko. Ningún recital al que ir. Y una raqueta de tenis de verdad, Wilson o Dunlop, una pelota oficial de 32 cascos o unos zapatos de fútbol profesionales, con estoperoles, eran un lujo asiático. Para qué decir cambiar la bicicleta. Con una vieja mini Cic para todos los hermanos ya nos dabamos por pagados.
Ante ese escenario un tanto desolador en materia de regalos, yo siempre prefería ir a comer afuera. Algo distinto, rico de verdad (perdón, mamá). A veces le tocaba a El Parrón y sus carnes y tortas, en Providencia; a veces al café Paula y sus ave palta o al Santos y sus paneras y sus café helados gigantes, en el centro. En el sumum de la riqueza, una vez fuimos al Chez Henry, en la Plaza de Armas, con orquesta y todo, y esa vez, porque era conocido de mi viejo, bajó del escenario a saludarme el mismísimo Lorenzo D`Acosta, un director, clarinetista y chansioner de la época que actuaba siempre con smoking blanco y un peinado a la gomina que, supongo, era la misma Glostora azul que usaba mi abuelo.
El caso es que el 75, no sé por qué, fuimos al Hotel Carrera. Ni más ni menos que a la terraza de arriba del glorioso y antiguo Hotel Carrera, el mejor de la ciudad en ese entonces, hoy transformado en sede de la Cancillería. El lugar había sido bastante lujoso en los sesenta y aún mantenía cierta gracia, pese a que recién veníamos saliendo de la crisis de la UP y del Golpe. Había, al lado de la piscina, unas cuantas mesas para almorzar y esa tarde gran parte de ellas estaban vacías. Mejor dicho con un cartel de “reservadas”, que poco después sabríamos a qué se debía.
Desde la terraza (eso era lo más lindo) se veía la Plaza de la Constitución, la Moneda aun en reparaciones tras el bombardeo, el Santa Lucía, casi todo el centro porque todavía no había edificios muy altos ni smog en Santiago, y buena parte de la ciudad hacia la cordillera y el Sur. De hecho, aunque hoy parezca absurdo, en días despejados desde la altura podías ver sin problemas hasta San Bernardo, incluídas esas coloridas callampas de agua cerca de La Cisterna.
El caso es que llegamos, nos sentamos, pedí palta reina y “filete-mignon-champignon” con puré, la carta clásica y casi única de todo restaurante “internacional” de la época, y cuando íbamos por el postre (seguro que se venía casata o torta de merengue/lúcuma) salieron de los ascensores, en patota, quienes tenían reservadas las mesas.
Casi me muero: el Polo Vallejos, Enrique Enoch, Mario Soto, el Pinina Palacios, Pancho Las Heras, el pollo Véliz, Jorge Américo Spedaletti, el negro Ahumada, Alejandro “la bruja” Trujillo, Juanito Machuca, Antonio Arias, el pelado Berly, Lucho Santibañez. Toda la Unión Española de 1975. Un equipazo que poco después sería finalista de la Copa Libertadores de América y la perdería en tres partidos ante Independiente de Avellaneda, exactamente igual que Colo Colo dos años antes. Un grupo de fenómenos que, al terminar el año, se titularían campeones de Chile y le darían a los hispanos la cuarta estrella de su historia.
Por supuesto fue uno de los mejores cumpleaños de mi vida y obviamente aproveche de pedirles autógrafos a casi todos los jugadores en cuanta servilleta de papel encontré en la mesa (pocas en ese entonces porque los buenos restaurantes, obviamente, usaban sólo servilletas de género). Si hubiera tenido celular o máquina de fotos me habría sacado miles, pero en esos años no teníamos ni una miserable pocket de Kodak y muchos menos algo que pudiera filmar videos. Mis preferidos, obviamente, fueron los que venían llegando del Colo Colo 73: Ahumada y Véliz. Y creo que hasta le pedí un autógrafo al guatón Santibañez, con quién, varios años después, en 1990, mire lo que son las cosas, ya como colegas (el gordo era periodista deportivo antes de ser técnico y luego volvió a serlo), como enviados especiales de El Mercurio y La Segunda para el Mundial de Italia, viajamos por el día junto al cañón Alonso, Julio Salviat, el negro Escárate, Lalo Rojas, Boris del Campo, Sergio Antonio Jerez y otros colegas en tren de Roma a Venecia para conocer la ciudad de las góndolas, el puente de los suspiros y la Plaza San Marcos.
No se me ocurre un panorama menos romántico para conocer Venecia, pero igual fue lindo.