“El fútbol es el único amor que nunca defrauda” (Deco).
Justo al frente de Cruz 370 -la casa larga de adobe que, a metros de la Plaza de Armas de Constitución, acompañó a mi familia desde mediados del siglo diecinueve- estaba la prestigiosa fuente de soda “Palace”. Lo de prestigiosa es un decir, obviamente: los más chicos no teníamos permitido ingresar a ella a menos que alguien nos mandara a comprar de emergencia cigarrillos Hilton, Cabaña o Nevada (aún no existían los Advance y los Viceroy, más pitucos), o “Dos en Uno” de menta y fruta, que eran los únicos chicles que habían por esos años. Después llegaron en el mismo formato los de limón y de naranja, pero sólo por un rato: fracasaron y desaparecieron porque, dicen, eran más duros y más amargos. También vendían unas cajitas cuadradas, amarillas, chiquititas, muy mononas, de chiclets “Adams”, similares a los envases de hojas de afeitar -que al parecer hoy tampoco existen- en cuyo interior venían dos chicles cuadrados y blancos que duraban pocazo.
Lugar clásico de cualquier pueblo chileno de los setentas, el “Palace” estaba a medio camino entre el restaurante y la cantina, con avisos publicitarios feos, grandotes, de cartón, colgados en las paredes como si fueran cuadros. Me acuerdo, al pasar, de los de Omo, azules, unos amarillos de Leche Calo y los verdes, claro, de Milo. Y de una barra larga, de madera, que la encargada limpiaba cada dos minutos con un trapo que alguna vez había sido blanco. También había sillas y mesas muy simples, sin mantel, despojadas de todo lujo, apenas de formalita y fierro ya que en esos años los muebles de plástico o de madera rústica aún no invadían todo intento de los nuevos “emprendedores” de la patria.
Se vendía trago, claro, pero preferentemente cerveza y vino. Y como antes en Chile: blanco o tinto –punto- y de dos o tres marcas a lo sumo: Undurraga, Santa Rita, Cousiño-Macul. No como ahora, cuando prácticamente hay que hacer un post grado para estar al día entre tanta cepa y viña nueva. Igual que con el café, que ahora es de todo tipo y de todas partes del mundo: de Guatemala, de Brasil, tostado en Nápoles, árabe, vietnamita, colombiano, de Indonesia, de Etiopía, de Honduras, de la India, de Uganda. Antes era Nescafé y chao. Nada de capuccinos, latte, macchiatos, mocca, filtrados, lungo, vienés, irlandés, flat white, cold brew, frappé, azteca, americano, affogato, expresso, ristretto, de cepa arábica o robusta, y todas esas cosas modernas que dejarían mudos, confundidos y probablemente enojados a nuestros abuelos ante lo que considerarían, de seguro, una feroz siutiquería.
Adentro del “Palace” había siempre mucha gente. Gente que fumaba y hablaba con garabatos. Por ende, era un territorio impropio para los menores (al menos para los santiaguinos) e incluso para los mayores de la familia, que si querían salir iban al Club de la Unión, que quedaba doblando la esquina, frente a la Plaza, a la moderna Hostería de la cadena estatal Honsa, frente al río Maule, o al famoso Blue Moon, frente a la playa, para lo cual no quedaba otra que agarrar el auto, alguno de las pocas marcas que había en Chile en esos años: un Fiat 600, una Citrola, una Renoleta, un Peugeot 404. Lujos de antaño.
El mentado “Palace” estaba pegadito al también desaparecido “Hotel Pradenas”, donde mis abuelos, mi hermano y yo comíamos religiosamente durante los tres meses de vacaciones porque nosotros no entrabamos nunca a la cocina, costumbre que al menos yo mantengo hasta el día de hoy con cierta vergüenza. Poca, la verdad: si lo puede hacer otro, para qué molestarse. Tres platos más postre de día y tres platos más postre de noche, como era la costumbre en ese entonces. Pejerreyes fritos, humitas, tomates rellenos con choclo, arroz y atún, sopa de machas o palta reina de primero. Siempre una cazuela como medio fondo. Y un tercero más “suavecito”: pastel de choclo, pollo con puré o bistec al ajo con arroz. Finalmente, el postre: duraznos en conserva con manjar casero, jalea con plátano o casata. Hay noches que sueño con ese helado mezcla de chocolate, vainilla y frutilla, desabrido quizás, plagado de anilina seguramente, a veces con fruta confitada dura y gomosa, pero que nadie, nunca, fue capaz de imitar con éxito. También podían llegar cerezas al jugo o esas compotas de fruta picada con peras, manzanas, guindas y una uva blanquecina, siempre arrugada, marca Camelio y que, al más puro estilo italiano, todos llamábamos Macedonia.
Pregunto: ¿se comía peor antes cuando las “pastas” eran simples “tallarines”, los únicos cortes de carne eran filete o churrasco, no había tanta variedad de aliños y verduras raras, ni celiacos, ni gluten, ni vegetarianos, ni veganos, ni ninguna de esas maldiciones que hoy nos atacan? ¿O esos menú simples y pobretones de antes eran mejores? No me atrevería a apostar. En todo caso, la gran gracia, la mejor noticia y la mayor particularidad del “Palace”, era otra: tenían tele en tiempos en que casi nadie tenía tele. Blanco y negro, la única a varias cuadras a la redonda, lo que generaba un justo orgullo a sus dueños y a nosotros una necesidad cada vez más imperiosa de cumplir luego los 15 para recibir el “salvo conducto” y entrar de una vez por todas a ese territorio de hombres grandes (porque mujeres no había ninguna, otro signo de la época). Sobre todo cuando era día de partido y transmitía TVN con relatos de Pedro Carcuro o del Pato Bañados y comentarios de don Sergio Roberto Livingston Polhammer, el Sapo, a quien mi abuelo había visto jugar por la UC en Independencia, antes de que partiera a ser figura en el Racing de Argentina. “Un tipo decente”, según escuchamos desde niños. Un jugador que, según artículos de la época de gente como José María Navasal, pasó a ser tema de conversación en todos lados, abriéndole al fútbol por primera vez las puertas de los grandes salones, incluso de los más linajudos como el del Club de la Unión, donde no había podido entrar hasta entonces.
A propósito de logros: la primera noche que conseguí entrar al “Palace”, sentarme en una mesa lo más cerca posible de la tele, pedir un Barros Luco y una bebida (Panimávida con sabor) y ser considerado un cliente más, la razón era poderosa: jugaba Colo Colo contra el líder del torneo, Huachipato. Era 1974, el año en que los acereros llegarían a ser campeones bajo el mando de Pedro Morales. Transmisión en directo desde el Estadio Nacional que, de noche, era una verdadera boca de lobo. No se había inaugurado aún ni el rekortán ni las luces modernas y los “matapiojos” de esos años iluminaban menos que farol de provincia.
Esa noche, también bastante oscura en Constitución, fue la primera en la que me dejaron cruzar solo la calle. Nunca me había sentido tan nervioso en mi vida, sentado entre pura gente grande y “distinta”. No pasó mucho rato para que me diera cuenta que era un ambiente que, lejos de incomodarme, me parecía natural, entretenido, verdadero; que esos vociferantes, esos fumadores empedernidos, esos alcohólicos potenciales, esa gente de pueblo futbolera y cálida, construía una realidad mucho más cercana a mis intereses que la que aportaban varios de mis parientes, sentados en ese mismo momento justo al frente, en el living de la casa, seguramente comentando y celebrando la llegada de la dictadura y el fin de los “upelientos”.
Por Huachipato jugaban, entre otros, el centro delantero uruguayo Carlos Sintas y su compatriota Rivero -así, sin ese- un central moreno y crespo que generaba respeto de solo mirarlo y que muchos años más tarde entrevistaría para un programa de televisión llamado Fox Sport Radio. También había un lateral izquierdo de apellido Pinochet que impulsaba las pifias en la concurrencia cada vez que era nombrado, lo que me causaba mucha risa. En el medio, el maestrito Salinas, que luego partiría a Everton, un joven y movedizo Miguel Angel Neira y el Yeyo Inostroza, uno de los pocos que no había aceptado cortarse el bigote que, junto al pelo largo, molestaban a los militares de entonces porque lo veían como un símbolo izquierdista. Otro que tenía bigotes era Godoy -de hecho lo apodaban “bigote” Godoy- delantero de los sureños que esa noche haría un gol, el del empate 2 a 2, que dejaría a los albos muy lejos del título. Ni a mí ni a ninguno de los presentes nos gustó el resultado, pero sólo yo salí sonriendo del “Palace” esa noche. Por primera vez había roto la frontera prohibida, me había sentado con “los otros” por más de dos horas y había sobrevivido para contarlo. Después de pagar y ganarme un cariño en la cabeza de la encargada, crucé la calle corriendo, sin mirar si venían autos (en realidad autos a esa hora no venían casi nunca), aún con una mezcla de miedo y alegría. Adentro de la casa seguían conversando en el living, al calor de la salamandra, y me recibieron tal como esperaba:
– “Ay, qué bueno que volvió mi amor. ¿Cómo le fue?”.
– “Más o menos. Empatamos. Pero el Barros Luco estaba rico”.
– “¿Mucha gente al frente?”.
– “Harta”.
– “Por Dios que le gusta mezclarse con los rotos, oiga”.
Me quedé callado. Para qué pelear y decirles que me había sentido más cómodo que nunca. Y que, probablemente, a partir de esa noche mi historia iba a cambiar para siempre.