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El fútbol de antes: adivinen quién me dio su autógrafo

Hace mucho tiempo, cuando los hinchas eran respetuosos y no revestían peligro alguno ni en las gradas, ni en la calle ni en ninguna parte, se acostumbraba a esperar a los jugadores a la salida de camarines una vez terminados los partidos. Sólo para darles la mano o un palmetazo en la espalda, porque no había cómo sacarse una foto y menos una selfie.

“Nací siendo un don nadie… y nadie será como yo” (Ronaldinho).

Todos lo hicimos alguna vez: ir al estadio solos y, una vez terminado el partido, caminar desde la galucha hacia el sector de bajo marquesina -sin que nadie te cerrara el paso- y pasar el tiempo junto a un lote de hinchas hasta que los jugadores, ídolos o villanos según la ocasión, salieran de camarines. Repito que sólo se podía hacer cuando ibas solo, porque nadie estaba dispuesto a esa espera de dos horas si no era tan fanático como tú… y la mayoría no lo era.

En rigor daba lo mismo si tu equipo ganaba o perdía, porque nadie iba a garabatear o agredir a los jugadores, aunque si perdían podía ser mejor para el objetivo final: el escenario era más triste pero había menos gente, lo que hacía todo más fácil.

Había que “hacer hora” comiendo algo (los vendedores de maní eran los últimos en irse), escuchando los comentarios del partido en una “transistor” (era sagrado esperar el de Julio Martinez) o conversando del partido que recién se había jugado con el tipo de al lado (que podías ser incluso un Carabinero).

Siempre muy atentos a la puerta negra de metal que separaba los pasillos de los camarines del Nacional para que, apenas salieran los planteles, pudieras pedirles un autógrafo a los crack, darles un par de palmotazos cariñosos, o mirarlos de cerca en silencio, con profundo respeto y admiración…algo que, como es evidente y triste, en algún momento se perdió y obligó primero a proteger a los jugadores con guardias y luego, derechamente, terminar para siempre con tan linda costumbre.

El caso es que todos sabíamos que bastante rato después de terminado el partido, ya tomadas las duchas de rigor, ya analizando el juego y realizadas todas las entrevistas radiales, televisivas o para los diarios y revistas, ya con los dirigentes y las familias partiendo a sus casas, se empezaban a apagar las últimas luces del recinto y salían, por fin, los protagonistas para subirse a sus autos (bien comunas: fitos, renoletas y minis) o al bus que los llevaría a todos juntos de vuelta al hotel de concentración. En el centro, casi siempre. El Gran Palace, el Panamericano, el Libertador. Alguno de esos. Porque salvo excepciones momentáneas, no daba todavía para ir al Sheraton o al Carrera.

Lo más bonito era que, como no existían celulares ni por ende selfies, todo quedaba en la memoria. Y no había forma de jactarse de esos encuentros ante los amigos, los parientes o los compañeros de curso. Te creían o no te creían no más.

Les digo altiro que, varias de esas noches, que terminaban con largas caminatas rumbo a la casa porque ya no pasaban micros dos horas después del partido, le di la mano a Véliz, a Vasconcelos, a Caszely, al Chuflinga Herrera y al Yeyo Inoztroza, entre otros. ¿Autógrafos? Pocos, porque llevar un cuaderno y lápiz al estadio, en micro, era más bien un cacho.

Todos los mencionados, que ahora me conocen y me saludan, no se acuerdan de esos encuentros, obviamente. Era uno más entre miles. Pero yo sí me acuerdo y también me acuerdo de que no me lavé las manos por un buen tiempo a ver si se me pegaba la impronta de tan magníficos personajes.

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