
Al momento en el que escribo, la miniserie argentina El Eternauta es la más vista o está en el Top Ten de Netflix en 90 países.
Inspirada en la historieta homónima que crearon, entre 1957 y 1959, el guionista Héctor Germán Oesterheld y el dibujante Francisco Solano López, relata una invasión extraterrestre en Buenos Aires y
cómo se las arregla un ciudadano de a pie frente a la catástrofe. Metáfora de dictaduras y tiranías, las ideas de Oesterheld le costarían tortura y muerte a él y a sus cuatro hijas, después del golpe de Estado de 1976.
Varios artículos sobre la exitosa producción explican también la etimología del título: eter (relativo a la eternidad) y nauta (navegante). Pero nadie advierte que el nombre fue acuñado por Vicente Huidobro en su Altazor, escrito en 1919 y publicado en 1931 en Madrid. Es probable, pero no está probado, que Oesterheld, lector voraz, conociera la obra de Huidobro, como la de Martí, Darío y Vallejo.
Eternauta es una jijantáfora, figura que la retórica más clásica llama “armonía imitativa” pero que el escritor mexicano Alfonso Reyes prefirió apodar así, a partir de una poesía escrita en 1925 por el cubano Mariano Brull. Se trata de palabras inventadas y no registradas, que, por eso mismo, no tienen un
significado socialmente convenido, sino que apenas lo insinúan por la manera en la que suenan.
Las de Huidobro aparecen primero en el Canto IV del Altazor: “Ya viene la golondrina/ Ya viene viene la golonfina/ Ya viene la golontrina…”. El ejercicio se vuelve dominante –y magistral– en el último el VII: “Aí ai mareciente y eternauta/ Redontella tallerendo lucenario…”.
Se trata de un procedimiento poético, pero también claramente musical: ¿habrá alguna diferencia? Y por eso no es raro que un compositor como Federico Heinlein, Premio Nacional de Música 1986, haya tomado el Canto IV para su Antipoeta y mago (1984), y se lo haya dedicado al Ensemble Bartók, integrado por la contralto Carmen Luisa Letelier, y el pianista y compositor Cirilo Vila (Premios Nacionales de Música 2010 y 2004, respectivamente), la clarinetista Valene Georges y el chelista Eduardo Salgado, que lo estrenó y grabó (hoy solo disponible en casete).
O que a Patricio Wang, unido en 1982 a Quilapayún se le haya ocurrido escribir, para el Stage Door Festival de Ámsterdam de 1987, una cantata a partir de textos chamánicos de pueblos originarios que suelen ser jijantáforas o mera glosolalia: palabras o sílabas repetidas, sin sentido aparente. El músico,
que había leído mucho sobre chamanes, y sabía que en sus trances usan su voz y la percusión, emprendió una búsqueda de esos textos. Por esa época, Eduardo Carrasco le pasó un poema de Vicente Huidobro: era el Canto VII del Altazor.
“Que el poema de Huidobro estuviera formado por neologismos o combinaciones de palabras sin gran sentido, con una cierta musicalidad implícita, me pareció atractivo”, cuenta Wang. Y decidió incorporarlo al proyecto, a pesar de que no era poesía ancestral.
¿Pero sí el mensaje de un chamán? La respuesta se la dio The Language of the Birds: Tales, Texts, & Poems of Interspecies Communication (1985) del antropólogo estadounidense David Guss. Ahí encontró varios
de los textos que utilizaría luego en su cantata, pero también, para su total sorpresa, la transcripción completa del Canto VII de Huidobro, porque, según Guss, este poema era “un viaje chamánico a través de los siete cielos en busca de un nuevo lenguaje”. Guss contaba, además, que los chamanes llamaban entre ellos lenguaje de pájaros a las invenciones verbales que utilizaban para comunicarse con los espíritus. El círculo se cerraba. Wang terminó su cantata, a la que tituló no lenguaje sino –más eufónicamente– Dialecto de pájaros, que incorporó creaciones lingüísticas de los Modoc y Paiutes (de lo que hoy es Norteamérica), Yamanes (Tierra del Fuego), esquimales y también de las iglesias pentecostales estadounidenses.
En el cuarto de los números, Invocación a la lluvia, usó poesía de aborígenes australianos y la combinó con la de Huidobro, para realzar la conexión chamánica. Y terminó su obra con la musicalización completa del Canto VII. Convocó para unirse a Quilapayún a tres percusionistas extraordinarios: el holandés Jan Luc van Eendenburg, el colombiano Jaime Rodríguez y el surinamés Ponda O’Bryan, y al pianista Gerard Bouwhuis, su amigo y colega en el ensamble de música contemporánea Hoketus. La crucial Dialecto de pájaros se presentó una decena de veces en ciudades de Holanda. En Chile, no se ha hecho nunca ni tampoco se grabó profesionalmente, salvo Canto VII, abreviado, para el disco Survario (1987) e Invocación a la lluvia para Latitudes (1992).
El notición viene ahora: desde Ámsterdam, Patricio Wang anuncia que tiene el firme propósito de estrenar esta obra en Chile en 2025. Ya empezó a hacer los contactos. Seguramente será en Valparaíso, en noviembre, pero todo el resto está por definirse. Hay que estar atento al Dialecto de pájaros que se viene, espejo de una parte de nuestra identidad de eternauta y chamán.