La noche en la que El Chato se convirtió en el nuevo restaurante número uno de Latinoamérica la vivimos en Guatemala. Ceremonia de los 50 Best, calor, nervios, el equipo del restaurante repartido y Daniela Siller (PR y novia del dueño y chef, Álvaro Clavijo) moviéndose entre todos. Cuando anunciaron al ganador, vinieron los abrazos, los gritos y un gesto mínimo que se quedó como prueba material de esa noche: un sticker, con la cara de Álvaro, que Daniela me pegó en el celular en plena celebración, como si hiciera falta tatuar el momento.
La siguiente entrevista ocurrió en un aeropuerto, durante una escala breve. Álvaro viene de cocinar fuera, va rumbo a otro compromiso y se mueve con esa mezcla de cansancio y adrenalina que hoy parece acompañarlo siempre. De fondo se cuelan los avisos por altoparlante y el tránsito de pasajeros; entre medio, el tiempo justo para hablar del día después del número uno. Lo primero que le pregunto es qué pasó por su cabeza cuando se terminó la ceremonia en Guatemala, cuando se apagaron las luces, terminó el discurso y supo que al otro día había que volver a abrir la puerta del restaurante.
“La verdad yo no me lo imaginaba, sobre todo después de todo lo que pasó en estos años, dice, sin rodeos. Se hablaba mucho de los Top 5 y casi nunca aparecía mi nombre. Mucha gente pensaba que de nuevo El Chato no iba a estar tan arriba”.
No habla desde la rabia, sino con una claridad bastante fría sobre cómo funcionan las listas. “Yo creo que eso es de las cosas más lindas que puede tener los 50 Best: deja que nuevas generaciones lo renueven. Le da oportunidades a los más jóvenes para que muestren su trabajo, como yo en mi momento lo tuve. Cuando empecé, El Chato estaba bien en los rankings y eso pegaba muchísimo; ayudaba a que proyectos que no eran muy comerciales tuvieran visibilidad en sus ciudades, en sus países, en el gremio”.
La noche de la ceremonia, nervioso, Álvaro estaba tomado de la mano con Daniela. “Estábamos juntos, yo le cojo la mano, la miro, y me dice: Mamón, y si pasa, ¿qué vas a decir?. Porque no teníamos nada planeado, no sabía qué iba a pasar”.
Subió al escenario, habló sin guion y bajó. Hoy, con la distancia justa, se exige más de lo que cualquier crítico podría.
“No sé ni qué dije. Algo dije, pero no sé exactamente qué. Hubiera podido decir algo mucho más organizado, porque ganar es algo muy único. Me hubiera gustado dar un discurso sobre la unión en mi país, usar esto como una herramienta de unión para Colombia”.
Ahí se instala el eje de todo: el número uno como herramienta, no como trofeo.
“Yo no soy ni viejo ni joven, estoy como en la mitad. Cuando entré a la lista era de los jóvenes. Cuando empecé a salir con Daniela, toda la gente que estaba alrededor nuestro era mucho mayor que yo. Gente muy establecida, no tan pendiente de los rankings”.
Le pregunto qué aprendió sobre liderar desde que abrió El Chato en 2017 y qué haría distinto.
“No cambiaría nada, porque todo ha sido parte absolutamente fundamental de lo que soy hoy. Siento que llegué a una plenitud. Estoy pleno, tranquilo, en paz conmigo mismo”.
Y agrega algo que no suena ensayado:
“Yo siempre he sido una persona que está acostumbrada a darse muy duro. Muy, muy duro. Y me lo gozo, me gozo darme duro. Pero por primera vez en mi vida siento que estoy tranquilo, en paz”.
Un reto constante
La tranquilidad no significa licencia para aflojar. Lo que más le preocupa no son las apariciones en prensa, sino lo que pasa dentro del equipo.
“He oído comentarios de que la gente de El Chato es más pesada que la de Selma (su otro restaurante), como que el cocinero de El Chato está un poquito más elevado. Yo no lo siento así, pero si lo dicen debe ser por algo”.
Por eso repite, una y otra vez, el mismo mensaje hacia adentro: “Siempre he tratado de ser muy directo con mi equipo: los premios no nos hacen mejores. Simplemente es un reconocimiento al trabajo que estamos haciendo. Pero que lleguen no hace que nosotros seamos mejores ni superiores, ni que tengamos que ver a las otras personas como inferiores”.
El riesgo, dice, va por otro lado.
“Hace poco vine a Bogotá solo por una noche y sentí a mi equipo muy relajado, en el sentido de que no se presionan ellos mismos porque probablemente sienten que, como son el número uno, se pueden permitir hacer algo mal de tanto en tanto. Me da mucho miedo entrar en esa batalla”.
A eso se suma una noticia grande.
“Ahorita se me va mi mano derecha, que lleva conmigo siete años. Su último servicio es el 30 de diciembre y me da tristeza… pero no puedo ser tan egoísta de tener amarrado a un joven tan talentoso. Yo fui quien lo ayudó a empezar a un restaurante. Y ya es hora de que vaya a abrir el suyo”.
Sabe que lo va a desacomodar, y no le huye a ese vértigo. “Me va a sacar un poco de mi zona de confort, pero eso es normal. Es importante para mí, para ver hasta dónde puedo llegar yo también sin él. Me tiene mal acostumbrado. Somos un equipo y cada uno es un engranaje muy importante”.
Hablando de jerarquías, recuerda su primera cocina en Francia. “En ese restaurante los hijos de puta eran los cocineros, y el chef, un divino. Ahí entendí que, en el fondo, el chef es el peor de todos porque no está acostumbrado a ir uno por uno. Antes yo me iba: ¿Usted qué está haciendo? ¿Por qué está haciendo eso?. Al final me daba cuenta de que me gastaba todo el día tratando de corregir algo, hasta que entendí que lo mejor era tener a alguien que conociera mi filosofía de trabajo para que se encargara de dirigir a los otros. Eso son las jerarquías en la cocina”.
El relevo, cuenta, ya está decidido.
“El que viene nuevo es muy pistola, muy prendido. Estoy muy orgulloso de que vaya a ser el nuevo chico que cocina en El Chato. Se viene un momento muy difícil para él también, pero bueno, así es esto”.
Cuando le pido que explique su cocina sin recurrir al comodín del “producto local”, no duda.
“Yo nunca digo producto local. Eso ya es un discurso muy generalista. Yo hablo directamente de producto colombiano. Eso me interesa. Puntualizar sobre Colombia. No quiero decir más que estoy salvando una comunidad o haciendo un restaurante autosustentable porque reutilizo las aguas lluvia. Prefiero cambiar el concepto. Ya pasé por eso”.
Antes de abrir El Chato trabajó con un botánico en Nueva York, dedicado al foraging (recolección de alimentos silvestres) para un restaurante tres estrellas Michelin. Se lo llevó a Colombia. “Estuvimos en Cali. Caminábamos por los andenes de los mercados, y me decía: Mire, eso se come, eso no se come, esto se fermenta, esto se vuelve vinagre. Señalaba absolutamente todos los ingredientes. Cali es de mis ciudades favoritas del planeta Tierra. Y yo dije: bueno, ¿por qué no trato de llevar eso al restaurante de alguna manera? Mostrar que, donde el perro se hace pipí, se puede masticar también”.
No lo hizo por moda.
“No lo hacía porque fuera trend ni porque supiera que en algún momento iba a ser el mejor restaurante de Latinoamérica. Era un reto: ver si apostando a eso lo podía volver algo grande”.
De ahí sale la frase que mejor condensa su método.
“Mi transición en este planeta como cocinero no fue ser autosostenible, sino transformar los ingredientes, hacer que los ingredientes brillen. Los ingredientes colombianos son magia, tienen esa posibilidad. Son muy difíciles, pero yo, como el buen cocinero que creo que soy, me eché ese costal de papas encima para poder empujar hasta donde podía llegar… y mira dónde estamos hoy en día”.
El menú actual, dice, es una especie de resumen de esa curva.
“Yo antes cambiaba mucho el menú porque me aburro muy fácil. Los viajes le expanden a uno el cerebro con respecto a las posibilidades. Este menú nuevo es el primero en el que siento que hicimos un greatest hits bien hecho. Resume madurez. Grandes cosas que tuvimos, pero que ahora están con más técnica, mejor presentación y otra seguridad”.
Cambiando Colombia con la comida
El Chato comparte dirección con Selma. Los trabajadores de los dos restaurantes se cambian en el mismo sitio. Esa convivencia lo obliga a pensar la gastronomía también como una forma de acceso.
“Siempre he querido que tengamos degustación, obviamente, pero para mí ha sido muy importante tener carta. Nosotros no podríamos estar generando cocina colombiana si un colombiano no la puede pagar. ¿Cómo puedo ser tan egoísta de hablar de ingredientes colombianos y que un colombiano no lo pueda ir a probar?”.
Lo baja a números concretos:
“Abajo —a la carta—, tú puedes comer por ocho dólares. Tenemos un ticket promedio de 25 o 30 dólares por persona. Me parece un buen precio para algo que se está construyendo. El fine dining en Latinoamérica no está destinado a morir, pero tiene que ser diferente al europeo o al americano, porque no somos países millonarios. No puedo tener un restaurante cuyo menú cueste el salario mínimo de un colombiano”.
Cuando se abre a hablar de Colombia, la conversación se vuelve directamente a su país.
“Un peruano me decía hace poco: nosotros tenemos una cocina muy fuerte, unas bases culturales muy fuertes, un legado impresionante. Lo que hicimos fue decidir que una ciudad como Lima, que no es la más linda del mundo, se reconociera por su gastronomía y así generar otro tipo de motor al turismo”.
El espejo con Bogotá es evidente.}
“Yo siento que Bogotá es una ciudad compleja, pero a mí personalmente me encanta. No me veo viviendo en otro lado del mundo que no sea Bogotá. Tiene absolutamente todo lo que necesito independientemente de mi trabajo. Esto que acaba de pasar (el premio mayor) es el inicio de algo que va a explotar y va a salpicar a mucha gente. Estamos empezando a entender el alcance de lo que pasó. Yo lo mido hoy en reservas. Es impresionante. Ni siendo número 2 o número 3, ni saliendo en una revista con mi hija cocinando un pavo navideño… nada se ha comparado en reservas a lo que acaba de pasar”.
Para que esa ola no se quede encerrada en un solo comedor, ya tenían un plan en marcha.
“La gente va a Bogotá, reserva en Bogotá, y nosotros ya veníamos trabajando en mapas para impulsar negocios que no están en la lista, recomendados para compartirlos con nuestros clientes, que la bola mediática no se quede solo con nosotros. No es solo llegar y llenarme los bolsillos, sino cómo lo vuelvo sostenible a través del tiempo”.
Y ahí suelta una frase que condensa el tamaño del giro que tiene en mente:
“Colombia es, para el extranjero, miedo, robo, prostitución, drogadicción. Esa es la mentalidad hoy en día. Y esto es una herramienta muy poderosa para darle la vuelta a todo eso. Que vayan a comer, que coman rico, que se vayan recomendando la experiencia a sus amigos… y después vuelvan”.
Sobre su propio futuro creativo, no se resigna al cocinero que tuvo “su época” y luego solo se repite y se repite.
“Pienso en los Backstreet Boys, en los Rolling Stones, en los one hit wonders. ¿Cómo es posible que alguien que tenga sus grandes éxitos en una época después no pueda seguir sacándolos? Yo me niego a eso en la historia de un cocinero”.
Lo dice con seguridad:
“Siento que cada día cocino mejor de lo que cocinaba antes, porque tengo más madurez, más entendimiento y, sobre todo, más seguridad sobre lo que hago. Yo antes cocinaba con mucha inseguridad. Hoy cocino con más seguridad… y no hay nada más sexy que la seguridad”.
En las últimas preguntas cortas aparece su lado más obsesivo. Le consulto por algo que todavía lo pone nervioso en cocina. “Me parece muy difícil entender las gelatinas. La gente cree que las gelatinas solo son colapez y polvo, y el mundo de las gelatinas es infinito. Me emociona esperar. Me podría quedar
horas esperando, pegado a una nevera”. Después, un hábito que no negocia.
“La limpieza. Soy muy obsesionado con la limpieza. Antes, en el piso viejo, trapeábamos cada quince minutos. Era una locura. Los malos olores me matan”.
Antes de cortar, la conversación se mueve hacia el sur.
“Yo quiero mucho Chile. De hecho, ahorita las primeras cosas que ocupamos para la agenda del próximo año ha sido ir a Ñam”. Le recuerdo que cuando venga tiene que ir a comer a Fukasawa. Se ríe. Desde el fondo, Daniela confirma que no es una invitación, sino una exigencia. El altavoz del aeropuerto vuelve a sonar. Se acaba la escala. Álvaro se despide y corre al siguiente vuelo. Queda Guatemala como punto de inflexión, Bogotá como centro de gravedad y un cocinero de 40 años con un sticker pegado en mi celular que todavía tiene claro lo esencial: usar el número uno no como pedestal, sino como palanca para abrir la mesa colombiana al mundo.