Recuerdo el período entre 2020 y 2023 como un punto de inflexión. Cada marca, grande o pequeña, parecía haber encontrado un “propósito”. Los anuncios celebraban la diversidad de cuerpos y etnias, los logotipos se teñían de arcoíris en junio y las campañas hablaban de empoderamiento. Parecía un cambio de paradigma. Hoy, en 2025, el silencio es ensordecedor. El vibrante coro de voces corporativas que abogaban por la inclusión se ha desvanecido, dejando un eco incómodo. La pregunta no es solo qué cambió, sino por qué, y qué nos dice este cambio sobre nuestra sociedad y las marcas que consumimos.
El declive del propósito
Hubo un momento en que el activismo de marca se convirtió en un imperativo corporativo. Impulsadas por las expectativas de los consumidores, especialmente de las generaciones más jóvenes, las empresas asumieron que tomar una postura en temas sociales era no solo lo correcto, sino también rentable. La creencia de que “hacer el bien era bueno para el negocio” dominaba los directorios. Los datos respaldaban esta idea: las marcas con anuncios inclusivos registraban un aumento del 5% en ventas a corto plazo y del 16% a largo plazo.
Sin embargo, esta tendencia ha sufrido una drástica reversión. Según CMO Survey, solo el 41% de los especialistas en marketing predicen que la diversidad y la inclusión (DEI) serán una prioridad en los próximos cinco años, una caída abismal desde el 59% que lo afirmaba en 2021. Para 2025, una de cada ocho empresas redujeron o eliminaron sus programas de DEI (Diversidad, equidad e inclusión), incluyendo gigantes como Walmart, Ford y H&M, lo que indica una tendencia que permea toda la industria.
Aquí entra en juego el concepto de “inversión emocional con retorno”. Durante un tiempo, ese retorno fue abrumadoramente positivo: mayores ventas y una imagen pública favorable. Ahora, el retorno “percibido” se ha vuelto negativo. La llamada “guerra contra lo woke” ha hecho que la inversión parezca demasiado costosa, con riesgos de boicots y daños reputacionales.
La fragilidad de este modelo se debió a su superficialidad. Muchas empresas practicaron el “PINK-WASHING”, cambiando solo la imagen en sus anuncios, pero no el ADN de sus negocios. De hecho, solo el 42% de los profesionales del marketing que usan estrategias inclusivas afirman que la inclusión es fundamental en su comunicación. Esta superficialidad hizo fácil descartar estos compromisos cuando se volvieron inconvenientes. No era una convicción, era una táctica, y las tácticas se abandonan cuando dejan de funcionar.
Las historias que las marcas cuentan ahora
Para entender este cambio, es crucial analizar las campañas que definen el panorama actual. Hay tres narrativas dominantes: el abandono, el regreso a lo normativo y la acción auténtica.
Un Junio silencioso
La velocidad de la retirada corporativa del Mes del Orgullo es el indicador más claro de esta nueva era. Las búsquedas de productos promocionales relacionados con el “Pride” se desplomaron más del 50% desde su pico en 2023, alcanzando su punto más bajo en cuatro años.
La historia de Adidas es emblemática. En el pasado, su plataforma “Love Unites” era un ejemplo de compromiso, colaborando con artistas “queer”, presentando atletas LGBTQ+ e integrando colecciones del “Orgullo” en videojuegos. Parecía un compromiso profundo. En 2025, sin embargo, Adidas ya no patrocina eventos clave como el “Pride” de Toronto. Su web ya no muestra colecciones dedicadas, sino un filtro genérico de “Pride” que arroja productos estándar. El contraste es desolador y simbólico.

El Regreso a lo Normativo
Si el silencio de Adidas representa el abandono, la campaña de American Eagle con Sydney Sweeney representa un regreso a una estética normativa. En la superficie, el eslogan “Sydney Sweeney has great jeans” es un juego de palabras con “genes”. Sin embargo, el fondo se ve más denso. La campaña presenta a una mujer blanca, rubia y convencionalmente atractiva en un entorno nostálgico. Para muchos críticos, la frase, con sus connotaciones ligadas a la “herencia genética”, no fue casual. En un contexto polarizado, se interpretó como un guiño a un sentimiento antiprogresista, reforzando el ideal de belleza que el marketing inclusivo intentaba deconstruir.
Lo más revelador fue la reacción. La campaña fue defendida por figuras conservadoras, incluido el presidente Trump, que enmarcaron las críticas como una histeria de la “izquierda lunática”. Esto convirtió al aviso en un peón de la guerra cultural. American Eagle no se disculpó; en cambio, vio subir sus acciones y emitió un comunicado escueto, sugiriendo una estrategia de polarización calculada. La marca parecería haber decidido abandonar al consumidor “progre” para consolidar su conexión con una base que anhela un regreso a ideales “normativos”.
La acción auténtica
En medio de este panorama, la iniciativa “True Name” de Mastercard sigue siendo la antítesis del alarde performativo. Vigente desde 2019, la campaña permite a los titulares de tarjetas elegir el nombre que aparecerá en ellas sin necesidad de un cambio legal. Mastercard no se limitó a enviar un mensaje; ofreció una solución a un problema tangible. Para muchas personas trans y no binarias, el nombre en su tarjeta no refleja su identidad, lo que lleva a acoso y negación de servicios. Un 32% de las personas trans han reportado haber sufrido estas experiencias negativas.
La autenticidad de la campaña radicaba en su origen: la idea provino de la experiencia real de un hombre trans de su agencia de publicidad, y el proceso incluyó una profunda consulta con la comunidad LGBTQIA+. El impacto fue rotundo, generando más de 3 mil millones de impresiones y un aumento del 3000% en el sentimiento positivo hacia la marca. Más importante aún, crearon un nuevo estándar en la industria, adoptado por socios como Citi. “True Name” demuestra el poder de la acción sobre la proclamación; no fue una campaña de un mes, sino un cambio permanente en su producto principal.

Las presiones políticas y económicas
La retirada corporativa no ocurre en el vacío. La principal fuerza es la presión política. El 61% de los ejecutivos en EE. UU. citan a la administración Trump como la razón principal para reconsiderar sus estrategias de inclusión, y el 49% de las empresas que reducen sus programas DEI señalan los “cambios en el clima político” como el factor determinante. Los decretos que ponen fin a programas federales y las amenazas de investigación al sector privado crean un ambiente de miedo.
Observamos una asimetría en la indignación: los grupos que se oponen al marketing “woke” son organizados y vocales, mientras que los consumidores que apoyan la inclusión, aunque más numerosos, suelen ser más pasivos. Las empresas, adversas al riesgo, reaccionan a la amenaza más ruidosa e inmediata.
La revolución sin final
¿Hemos avanzado lo suficiente para que esta retirada esté justificada? La respuesta es un rotundo no. La premisa de que el trabajo de inclusión ya está hecho es una mentira peligrosa. La realidad social persiste. El liderazgo sigue siendo desigual: solo 4 de las 500 empresas de Fortune estaban dirigidas por CEOs abiertamente LGBTQ+ en 2024.
La discriminación laboral es generalizada: el 45% de los trabajadores ha sufrido acoso o discriminación. Las mujeres tienen un 20% menos de probabilidades de obtener respaldo para sus ideas, y los empleados LGBTQ+ un 21% menos.
Del mismo modo, el movimiento “Body Positive” no ha resuelto la crisis de insatisfacción corporal. Entre el 40% y el 60% de las niñas de primaria se preocupan por engordar, y una encuesta de 2024 encontró que el 50% de los adultos luchan con la positividad corporal. Esta insatisfacción se asocia con angustia y depresión; uno de cada ocho adultos ha tenido pensamientos suicidas debido a su imagen corporal. Las redes sociales agravan el problema: 9 de cada 10 niñas siguen cuentas que las hacen sentir menos bellas. Cuando las marcas, como grandes narradoras culturales, abandonan estos temas, se corre el riesgo de normalizar las desigualdades que el movimiento de inclusión buscaba desafiar.
Navegando la era post-inclusión
La era de la inclusión fácil y performativa ha terminado , reemplazada por un panorama desafiante y polarizado. La retirada que presenciamos es real y está impulsada por una aversión al riesgo ante la presión política. Representa el colapso de un modelo de alianzas superficiales.
Chile vive una paradoja. Por un lado, la Ley de Inclusión Escolar ha reducido la segregación socioeconómica en un 35%. Por otro, enfrenta una regresión en derechos LGBTIQ+, con un aumento del 78% en denuncias por discriminación, generando un “efecto disuasorio” en el sector privado. En el ámbito laboral, la Ley de Inclusión para personas con discapacidad fracasa: más del 60% sigue fuera del mercado y la ley de cuotas del 1% es eludida. Urge pasar del cumplimiento a una transformación cultural para una inclusión real.
El camino a seguir no es un regreso al “PINK-WASHING”, sino el modelo de Mastercard: acción por encima de la estética y consistencia por encima de las campañas de temporada. El enfoque puede desplazarse hacia esfuerzos más silenciosos pero de mayor impacto a largo plazo, como fortalecer la DEI interna y crear productos equitativos. Para las marcas, es un momento de la analizar: ¿retirarse a un pasado “seguro” y homogéneo, o abrazar el trabajo difícil de una alianza auténtica?. Las que elijan este último camino construirán comunidades más resilientes y leales. La inversión emocional aún puede generar retorno, pero solo si es genuina.