
En el avión de Bogotá a La Habana no íbamos más de 20 personas contando la tripulación. Según la azafata, lo que justificaba esos vuelos era la carga. Abandoné la lectura de Un día en la vida de Iván Denísovich cuando vi por la ventanilla lo que parecían unas colas de lagartija a punto de ser inundadas por el agua calipso del Caribe. A continuación, los campos apenas cultivados que bordean La Habana y el temor de que no me dejaran entrar. Un año antes me habían devuelto de Venezuela en el mismo avión en que llegué, con la intención de reportear las elecciones que se robó Maduro, y es cosa sabida que allí los cubanos prestan servicios de seguridad.
El aeropuerto José Martí estaba prácticamente vacío. En algunos de sus muros había carteles de publicidad china. Cuando presenté mi pasaporte, la oficial de migraciones me pidió esperar a un costado de la ventanilla. Temí que se repitiera la historia, pero mientras ella continuaba atendiendo al resto de
la fila llegó un oficial de civil que amablemente me advirtió: “Dado que viajas con visa de turista, puedes recorrer la isla sin problemas, mientras no pretendas otra cosa”. Después ordenó a la señorita que me dejara entrar.
La ciudad está vacía. Se han ido al menos dos millones de personas en los últimos tres años y no se ven jóvenes. Mis amigosrnse fueron todos, absolutamente todos. Desaparecieron los turistas y los que se acercan a mendigar aseguran que norntienen qué comer.
No había vuelto a Cuba desde abril de 2018, cuando Raúl Castro, a los 86 años, renunció a la presidencia del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros para ceder su puesto a Miguel Díaz-Canel, un cincuentón de Santa Clara, alguna vez melenudo pero ahora con el pelo cano, corto y bien peinado.
La verdad es que el día mismo en que la Asamblea Nacional lo eligió por unanimidad, en las calles de La Habana nadie prestó atención a la noticia. Yo estaba reunido con un grupo de periodistas jóvenes cubanos, ex alumnos de mi amigo Grillo con quien leyeron a Capote, Mailer, Walsh, Anderson, Guillermo Prieto, y que en los últimos años habían participado de la fundación de revistas online donde ensayaban el periodismo narrativo. Ni siquiera a ellos les interesaba el cambio de mando, seguramente porque adivinaban que estaba todo bien amarrado. “El cambio generacional en nuestro gobierno no debe ilusionar a los adversarios de la revolución. Somos la continuidad, no la ruptura”, dijo Diaz-Canel apenas asumió.
Por entonces yo estaba terminando de escribir mi Viaje al fin de la revolución, libro al que había dedicado los casi 4 años anteriores. El 17 de diciembre de 2014, Raúl Castro y Barak Obama aparecieron en la televisión, a la misma hora, uno desde Cuba y el otro desde EE.UU, para comunicar que reestablecerían sus relaciones diplomáticas rotas el 3 de enero de 1961. Parecía ser el cierre de una historia y el comienzo de otra, y por razones que sería redundante desarrollar, quise registrarlo. En los cuarenta meses siguientes, John Kerry se apersonó para reabrir la embajada y la seguridad del estado promovió entre los vecinos de la Tribuna Antiimperialista la orden de darle una calurosa bienvenida. Era como si repentinamente la curia propusiera festejar al demonio. Los mismos marines que siendo veinteañeros habían arriado ahí la bandera norteamericana, la volvieron a izar convertidos en setentones.
Cuba se puso de moda: abrieron tiendas de lujo en el Parque Central, Gucci realizó su desfile anual en el Paseo del Prado, Rápido y furioso filmó un capítulo de su saga en El Malecón, Madonna celebró su cumpleaños número 58 en La Guarida y The Rolling Stones, cuya música estuvo prohibida por décadas, dio un concierto para 300.000 personas en la Ciudad Deportiva. Mick Jagger gritó desde el escenario “¡parece que los tiempos están cambiando!” y la multitud le contestó que sí.
Cubanos que habían hecho su vida afuera volvieron para emprender de nuevo en la isla. Obama visitó La Habana y sus habitantes salieron a saludar el paso de La Bestia, la limusina que lo transportaba. Alabó el talento creativo de una población capaz de mantener andando un Studebaker y otros carros que por sus
tierras ya son chatarra, y hasta confesó envidiar el sistema de salud cubano. Mis amigos fundaron medios como El Estornudo, Periodismo de Barrio, El Toque y otros en que se permitían, si no reportear al poder, cosa inimaginable, al menos contar la vida de sus conciudadanos de un modo muy distinto a como sigue desinformando el Granma. Hasta los más nihilistas se permitieron imaginar una apertura sin retorno.

El 25 de noviembre de 2016 murió Fidel y se decretaron nueve días de luto, con ley seca y festejos prohibidos. Sus restos cremados, luego de permanecer expuestos en el Memorial José Martí, recorrieron los 900 kilómetros que separan la capital de Santiago de Cuba en una pequeña urna de cedro,
siguiendo en sentido inverso la ruta de La Caravana de la Libertad que condujo a Castro y sus barbudos a tomar el poder en enero de 1959. A un cierto punto, el jeep que transportaba el féretro se averió y sus escoltas tuvieron que empujarlo. Yo estaba ahí, en el cementerio de Santa Ifigenia, ese 4 de diciembre
en que lo enterraron debajo de una roca inmensa traída de la Sierra Maestra, a pasos del mausoleo de José Martí.
Si bien en abril de 2018, cuando dejé la isla por última vez, ya había comenzado su primer gobierno Donald Trump -para quien Cuba no merecía ningún tipo de miramientos-, y el régimen comunista había puesto freno a ese proceso de cambios -seguramente porque sintió que se le iba de las manos- todavía
quedaban en el aire ciertos ecos de la esperanza moribunda. Diplomáticos norteamericanos y canadienses denunciaban por esos días haber sufrido unos misteriosos ataques sónicos que les generaron mareos, vértigos y dolores agudos en los oídos. Aunque estos atentados cibernéticos nunca se aclararon del todo, enrarecieron fuertemente el ambiente y terminaron por estropear los últimos vestigios de entendimiento entre EE.UU y Cuba.
Después vino la pandemia del Coronavirus que cerró las fronteras, el Movimiento San Isidro, su Museo de la Disidencia, la detención de sus principales líderes (continúan presos), las protestas afuera del Ministerio de Cultura, las del 11 de julio de 2021 -las más grandes desde el Maleconazo de 1994-, la canción Patria
y Vida del grupo Gente de Zona, la caída de los aportes venezolanos, la obstinación de un pésimo manejo económico, la Ley de Comunicación Social que terminó de prohibir la propiedad privada de cualquier medio de comunicación, una crisis alimentaria que tiene al gobierno pidiendo leche en polvo al Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas y un colapso del sistema energético por falta de combustible y de mantención de las generadoras que mantiene al país con apagones permanentes.
Diariamente, en todos los barrios, a cierta hora, se corta la luz.
Justo antes de dejar la presidencia, Joe Biden sacó a Cuba de la lista de países patrocinadores del terrorismo, pero apenas asumió Donald Trump por segunda vez, volvió a incorporarla. Hoy por hoy, las medidas para terminar de asfixiar la precarísima economía isleña (lo cierto es que ahí no se produce prácticamente nada, ¡ni azúcar!), van mucho más allá del histórico bloqueo y son de una crueldad inaudita. En los últimos meses, Trump suspendió las licencias para transacciones con la empresa que recibe las remesas, suspendió el parole humanitario y los procesos de reunificación familiar a quienes fueron admitidos en EE.UU.. También detuvo el otorgamiento de visas para intercambios culturales,
deportivos, académicos y científicos; restringió y suspendió las visas a personas relacionadas a programas de cooperación internacional con Cuba, en particular programas vinculados a la salud; incluyó a Cuba en el decreto que limita el acceso a inteligencia artificial a universidades; decidió perseguir como criminales a
los posibles inversores de la industria nacional Biofarmacéutica; y, mientras yo estaba allá, decidió la suspensión de la plataforma Airbnb y congelar el pago de las cuentas pendientes.
Caminar hoy por La Habana vieja, uno de los cascos históricos más extraordinarios de América Latina, si no el más, como la canción de Bebo Valdés, saca lágrimas negras: “Sufro la inmensa pena de tu extravío… y el llanto mío tiene lágrimas negras”. La ciudad está vacía -se han ido al menos dos millones de personas en los últimos tres años- no se ven jóvenes, mis amigos se fueron todos, absolutamente todos, desaparecieron los turistas y los que se acercan a mendigar aseguran que no tienen qué comer. Ahí nadie cree en la Revolución y sus viejas promesas convertidas en souvenir ya huelen a sarcasmo.
Paralelamente, hay una burguesía que emerge. Mientras unos no consiguen contentarse con las pocas yucas, cebollas y remolachas que flotan como náufragos sobre los mesones de los mercados de barrio, se consolida una clase comerciante que habita un mundo aparte. Hay más autos nuevos que antes, muchos chinos, pero no solamente, y restaurantes en los que se puede comer muy bien a precios internacionales.
Si antes los acostumbraban artistas y músicos exitosos, miembros de la nomenclatura y extranjeros,
ahora tienen entre sus habitués a los dueños de las mini pymes y sus familias. La economía se halla altamente dolarizada y no es difícil cambiar dólares en el mercado negro a casi el triple de su precio
oficial. En las tiendas mejor abastecidas se paga directamente con esa moneda. Han aparecido nuevos hoteles inmensos y deshabitados que son propiedad del Estado, pero cuya gestión está en manos de privados, en su mayoría españoles o de la India. Hay una droga nueva a la que llaman El Químico y que está causando estragos.
La dosis -un pedazo de papel impregnado- cuesta menos de un dólar y contiene carbamazepina y otras benzodiacepinas, además de anestésico para animales, formol, fentanilo y fenobarbital. Ha proliferado un nivel de violencia que, aunque mucho menor al del resto del continente, comparado con la propia historia los alarma. Prontamente debiera morir Raúl Castro que por estos días está cumpliendo 94 años. Nadie se atreve a decir cómo continuará esta historia. Los que pueden se van, aunque dentro de poco podrían llegar de vuelta los deportados por Trump. Desde hace tiempo que en Cuba muy pocos trabajan, los campos no producen y es uno de los países más envejecidos de América Latina. Se supone que este 2025 los mayores de 60 superarán el 25% de la población. Y aunque entre reguetón y reguetón -al de moda le llaman Reparto- todavía puede escucharse el mejor jazz del continente, lo cierto es que en rigor lo que cunde es la desesperanza.