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15 de Septiembre de 2014

Rosauro Martínez y el cuento democrático que nos contaron

El error fue creer que el legado dictatorial se acabó con la llegada de la democracia y la salida de Pinochet de La Moneda. O también, tratar de convencernos de que la lógica transicional sanó todo, y que su extensión todavía es necesaria. El problema es que nos creímos democráticos antes de serlo realmente.

Por Francisco Méndez
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Francisco Méndez es Periodista, columnista.

Una vez conocida la detención y rápida salida en libertad del diputado RN Rosauro Martínez, debido a su participación en el homicidio de miristas, durante la dictadura de Pinochet, cuando formaba parte de la DINA, nos quedamos todos con una sensación muy extraña. Era como si hubiera ciertos delitos que aún fueran justificables, y como si la vieja idea de que se resolvió todo el pasado y logramos una plena transición a la democracia, no son más que interpretaciones bien convenientes de la historia reciente de Chile.

Rosauro Martínez es la demostración de que en nuestro país hay cosas que aún no se hablan, no se conversan y se mantienen dentro de un secreto casi sacro, bien guardado en las conciencias de quienes nos construyeron la democracia; de quienes nos pidieron que nos olvidáramos de todo, sustituyendo la moral y la ética que se esgrimió en la campaña del NO al dictador, por tarjetas en donde por cómodas cuotas nos sentiríamos parte del mundo.

Pero no solamente es la responsabilidad de quienes edificaron la moralina post ochenta, sino también de muchos de nosotros quienes la aceptamos sin entender el pacto que estábamos aplaudiendo a rabiar junto con mirarnos al espejo con un rostro que denotaba que todo estaba superado. Porque lo cierto es que nunca nada se superó, porque no se trató ni se discutió realmente la esencia de lo sucedido, ni las fuertes motivaciones políticas e ideológicas que se impusieron por sobre otras para “restaurar Chile”.

Martínez es la prueba de la institucionalización de una dictadura que hasta el día de hoy defiende sus legados a rabiar, como si fueran parte de lo real, de lo correcto y de lo que tenemos que seguir aceptando. Ya no son solamente sus visiones economicistas y su concepción del tecnicismo ideológico que se instauró hace cuarenta años atrás. Sino que también de manera soterrada-aunque muchos aleguemos en contra- se instala que ciertos delitos fueron necesarios aunque ahora no se diga a viva voz, como sí pasaba hace poco tiempo atrás.

El error fue creer que el legado dictatorial se acabó con la llegada de la democracia y la salida de Pinochet de La Moneda. O también, tratar de convencernos de que la lógica transicional sanó todo, y que su extensión todavía es necesaria. El problema es que nos creímos democráticos antes de serlo realmente, y abrazamos unos acuerdos que terminaron por afianzar una manera de ver las cosas, como si fueran nuestros propios planteamientos. Nos dijeron que los tratos entre los principales bloques del país era necesario alargarlos incluso para convertirlos en algo sempiterno, y así no salir de una burbuja que recién se está rompiendo.

Nos contaron la historia de que la democracia era solamente risas cómplices, y que los tratos eran válidos solamente cuando complacían a un sector, a un lugar de la sociedad en el que se encontraban los que tenían poder, porque nos enseñaron a adorarlos casi como deidades de esta religión llamada neoliberalismo a la chilena.

Y dentro de esas historias que compramos como la verdad, se colaron personajes como Rosauro, quienes de manera inteligente supieron estar siempre del lado de los que ganaban. Total él había sido parte de lo que los militares llaman la “reconstrucción de Chile”, y los demócratas identificamos como la muerte de lo republicano. Por lo mismo es que este parlamentario se ha sentido a gusto en esta democracia, ya que la siente un poco suya, como si se la debiéramos a los de su especie por haber exterminado y torturado para construirla.

Esta misma seguridad hizo que Rosauro, sin miedo a las penas que pudieran recaer sobre él, se presentara a candidato a diputado una y otra vez, y lleve ejerciendo por veinte años ese cargo. Total ya todo estaba olvidado y los buenos resultados de crecimiento-y vergonzosos números de desigualdad- tapaban muchas cosas aunque unos señores en cárceles de lujo nos señalara que la justicia había actuado y que cada día estábamos más “reconciliados”, como gusta decir a quienes nunca han reconocido nada de lo que ha sucedido.

El diputado Rosauro Martínez es la evidencia de esta enfermedad bipolar que llamamos régimen democrático, uno en donde condenamos todo lo cometido por el dictador, pero consumimos lo que dejó tatuado en nuestra piel, y hasta votamos por sus secuaces para cargos populares. Este es el Chile que todavía respiramos y el que debemos asumir para así llevar a cabo las reformas necesarias, no ese que nos inventan los medios y que, supuestamente, ve amenazada su “estabilidad” de cristal por las ansias de cambios.

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