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18 de Mayo de 2016

Los ojos de Nábila

Lo sucedido en el sur de Chile no tiene nombre. O mejor sí, sí lo tiene. Se llama salvajada. Inhumanidad demasiado humana. Negación de la integridad de una mujer. De un ser humano.

Por Francisco Méndez
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Francisco Méndez es Periodista, columnista.

Nábila Riffo perdió sus ojos. Su pareja, Mauricio Ortega, se los sacó. Así, sin más, se sintió con el poder para dejar a la mujer sin vista. Creyó gozar con la autoridad suficiente para determinar que ella, con quien había compartido espacios de su vida, no pudiera mirarlo más a la cara. No pudiera acusarlo con una mirada y correrle la vista cuando lo deseara. Se sintió capaz de prohibirle su derecho a no mirarlo más por iniciativa propia.

Hoy la oscuridad en la vida de Nábila está plagada de esa violencia que en más de una oportunidad quiso dejar de ver y experimentar. Ahora está obligada a verlo todo por medio de las imágenes mentales que sustituirán a sus ojos. Tendrá que reconocerse sin mirarse. Como también tendrá que conocer una nueva realidad por medio de lo oscuro y la carencia de colores de los que alguna vez disfrutó como todos lo hacemos sin darnos cuenta.

Es complejo hacer un análisis detallado de lo que le pasó a la joven coyhaiquina. Es duro sólo intentar escuchar imaginariamente el dolor físico que debió haber sentido ante la brutalidad masculina. Y es realmente difícil entender cómo es posible que nos sintamos dioses y seamos capaces de disponer del cuerpo del otro. Y especialmente de la otra.

Nábila sufrió en carne y hueso una construcción cultural que se respira en el aire. Padeció teorías que quizás más de alguna vez escuchó sobre el sometimiento de la mujer ante un discurso, pero sobre todo ante una costumbre. Es decir: sufrió concretamente lo que algunos han relativizado. Vivió el dolor que los incrédulos han calificado como una exageración.

Los ojos de Nábila son la evidencia de una masculinidad mal entendida. De un país en el que está repleto de quienes se sienten poseedores de otros humanos. Quienes creen que la manifestación de sentimientos hacia la mujer deben ir acompañados de gestos posesivos y humillantes. Quienes, por tener un miembro, sienten supremacía genética hacia la que está a su lado. Hacia la que debe entender arranques de crueldad infundados y muchas veces asesinos.

Esta joven hoy está ciega gracias a nuestra ceguera. Gracias a que no hemos sido capaces de entender que nuestros tratos, nuestra condescendencia y nuestro mortal sesgo cultural son cosas que no hemos afrontado. Que no hemos querido entender porque preferimos escondernos en las licencias que la “identidad nacional” nos da a quienes curiosamente nos creemos capaces de interferir en las decisiones del mal llamado “sexo débil”, como si fuéramos los fuertes. Los rudos. Cuando finalmente muchas veces no somos más que temerosos hombres en busca de hacer valer una autoridad inexistente sobre las personas que el relato oficial identificó como nuestras “inferiores”.

Lo sucedido en el sur de Chile no tiene nombre. O mejor sí, sí lo tiene. Se llama salvajada. Inhumanidad demasiado humana. Negación de la integridad de una mujer. De un ser humano. Y la validación de una estructura de sociedad a la que aún no le hemos tomado el peso. Con la que hemos convivido sin problemas porque la hemos escrito nosotros. Los que ahora daríamos todo por recuperar los ojos de Nábila y así ver a través de ellos lo que elegimos ignorar.

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