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8 de Marzo de 2017

Toda mujer tiene un recuerdo asqueroso

No son anécdotas aisladas; siguen un patrón. Pregúntenle a cualquier mujer que conozcan y les va a contar un recuerdo asqueroso. Sé que hay hombres que también han sufrido abusos, pero no hablan de eso. Pienso que deberían, aunque duela y dé vergüenza. También sé que muchos de los perpetradores no se reconocen como abusadores. En su cabeza y en esta cultura ése es el orden y no parece nocivo. Las mujeres están hechas para ser objetos culiables. Se lo buscan. Tiene que gustarles siempre.

Por Arelis Uribe
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Arelis Uribe es Periodista de la Usach, autora del libro de cuentos "Quiltras" y "Que explote todo". Ex directora de comunicaciones del Observatorio Contra el Acoso Callejero de Chile.

Tenía cinco años y un hermano adolescente de mi mamá me iba a buscar al colegio y me cuidaba. Un día él me estaba cambiando de ropa y al desabotonar mi blusa de colegio, con su índice, me tocó un pezón. Sentí que era un gesto extraño, pero me reí porque él se rió y asumí que estaba bien porque cuando una es niña aprende que los adultos saben por qué hacen las cosas.

A los diez años iba en micro, con jumper. Iba de pie y como la micro estaba muy llena, quedé atrapada contra un cincuentón que iba sentado. De repente sentí algo detrás de la pierna, una suavidad, un masaje. La sensación subió hasta mi calzón. No entendía qué pasaba, pero recuerdo que esa mano se quedó allí hasta que me bajé de la micro.

En esa época vivíamos en una población en Talagante. Había un vecino adulto, casado y con un hijo, que al verme pasar me tocaba la bocina o me decía cosas como “¿cuántos años tienes? Tienes buen futuro”, mientras escrutaba mi cuerpo. No sé por qué el tipo llegó a mi casa una vez que yo estaba sola. Lo recibí en la cocina. Hacía bromas y usaba palabras como “bacán”. Me pidió conocer mi pieza. Yo intuía que esa situación era rara, pero no dije nada porque pensé: para qué tan desconfiada. Subimos al segundo piso. Se sentó en mi cama y me preguntó si me gustaba alguien, si yo creía que él se parecía a alguno de los Backstreet Boys. Al rato se fue, antes de que llegara mi mamá.

El verano en que operaron a mi hermano chico me fui a quedar con mi prima y su papá. Tengo recuerdos felices de esas semanas. Íbamos a la piscina de la ACHS, jugábamos en el computador, escuchábamos discos de Sui Generis. Un día mi tío tuvo que salir temprano y le pidió a su hermano que nos cuidara: el tío Benjamín. Llegó cuando todavía estábamos acostadas. En un momento dijo “ya, hora de levantarse” y nos mandó a la ducha. Con mi prima teníamos doce años, ya nos bañábamos por nuestra cuenta. Por intuición, entramos juntas al baño, pero él insistió en entrar con nosotras. Nos veo dentro de la tina, tratando de correr la cortina para taparnos y lo veo a él abriéndola de nuevo, dándonos instrucciones: sáquense la ropa, yo las jabono que lo están haciendo mal. Estábamos a poto pelado en esa tina, pero con la polera del piyama puesta y doblada como bikini, en un intento desesperado por proteger algo de nuestra desnudez. Recuerdo los dedos gruesos y ásperos del tío Benjamín, sobajeando mi vagina hacia atrás y hacia adelante, una y otra vez. También recuerdo las risas nerviosas que lanzábamos con mi prima, sin saber qué hacer.

Nunca hablé de eso con nadie.

El año nuevo en que tenía quince años fuimos a pasar la fiesta con la familia de una amiga de mi mamá. Esa noche conocí al hermano de esta amiga, que tenía treinta y tantos años. Mientras cenábamos, él hacía chistes que a mí me daban risa. Tomé champaña y él también, todos, en realidad. En un momento mi mamá tuvo que salir. A mí me dio sueño y me fui a acostar a una pieza. Estaba dormitando y entró él. Se sentó en la cama y con una mano empezó a recorrerme de sur a norte. No podía creer que eso estuviera pasando. Me hice la dormida y me corrí a un rincón para zafarme. Él se acercó más y con las dos manos me agarró la cabeza para darme un beso. Corrí la cara y balbuceé un “no”. Siguió tocándome y yo seguí quietísima, como esos animales que se hacen los muertos para ahuyentar a sus depredadores. Después salió de la pieza. Me levanté y cerré la puerta con pestillo. Me tiré en la cama a pensar qué hacer. Al rato, la manilla se movió, pero el seguro lo mantuvo afuera. A la media hora volvió mi mamá. Escuché su voz y salí al living a buscarla. Le conté. Ella lo encaró. Tomamos nuestras cosas y nos fuimos. Cuando íbamos en el auto, mi mamá dijo: “tienes que aprender a gritar, a decir muy fuerte que no. Lo que me pasó a mí, me pasó porque me petrifiqué, porque no supe sacar la voz”. Nunca olvidé ese consejo.

Tengo más historias así. Mías o de mujeres cercanas a las que un tío le puso el pene en las manos, a las que su papá le tocaba los pelos del pubis, a las que un abuelo adoptivo les bajó los calzones sobre una cama. La ONU dice que la primera experiencia sexual de una de cada tres mujeres es sin consentimiento. Yo pienso que estas no son experiencias sexuales, son abuso de poder. La violación no es una variable del sexo, es la determinación de un hombre de sentir placer a costa de un niño, una niña, una joven, una mujer.

No son anécdotas aisladas; siguen un patrón. Pregúntenle a cualquier mujer que conozcan y les va a contar un recuerdo asqueroso. Sé que hay hombres que también han sufrido abusos, pero no hablan de eso. Pienso que deberían, aunque duela y dé vergüenza. También sé que muchos de los perpetradores no se reconocen como abusadores. En su cabeza y en esta cultura ése es el orden y no parece nocivo. Las mujeres están hechas para ser objetos culiables. Se lo buscan. Tiene que gustarles siempre.

Soy una. Mis abusadores más decididos, al menos diez. Apuesto que no fui la única para ellos. Saquen cuentas, quizá cuántos tipos así hay allá afuera. La Red Chilena lo dice siempre: no son enfermos, son sanos hijos del patriarcado. Y suena a paranoia de la CIA, pero es real: podría ser tu papá, tu amigo, tú mismo. No son todos los hombres, pero son más de los que pensamos. Y son reincidentes. Ojalá alguna vez las culpas estén donde corresponde y sean ellos los que sientan la vergüenza. Hay tanta impunidad. En un nuevo 8 de marzo, cuento esto porque sin memoria no hay justicia y sin justicia no hay paz. Y recojo esa consigna con plena conciencia de su carga política, porque este problema también lo es.

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