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5 de Junio de 2017

En la cabeza del votante duro

"Hay aquí uno de los más tremendos desafíos para las campañas políticas: conversar al mismo tiempo con las grandes ideas y con las emociones más básicas. Ganarse a sus votantes duros mientras es capaz de seducir al diverso votante blando con una narrativa que nos despierte de la abstención".

Por Óscar Marcelo Lazo
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Óscar Marcelo Lazo es Neurobiólogo y Doctor en Fisiología. Investigador en el UCL Institute of Neurology. @omlazo

Hace un poco más de 10 años, un grupo de investigadores de la University of Tokyo puso a 40 jóvenes en un aparato de resonancia magnética y les mostró spots de campaña de Bill Clinton y George Bush, después de lo cual les pidieron indicar su preferencia (puedes leer el estudio completo aquí). Después de una ronda de contra-propaganda mostrando aspectos negativos del candidato elegido, volvieron a pedirles que se identificaran con uno de ellos. Finalmente les mostraron otra ronda de mensajes positivos y les pidieron una decisión definitiva. Al final del estudio, solo 8 de los 40 habían cambiado su opción inicial después de tener más información. Pero lo más interesante es que podríamos haber predicho quienes cambiarían de opinión, basados en cómo respondió su cerebro a la ronda negativa. Dicho de otro modo, algunas veces los argumentos en contra son codificados en nuestro cerebro de una cierta manera que nos produce resistencia al cambio, y predisposición a insistir en nuestras elecciones iniciales, pese a todo.

¿Llegará un momento en que alguno de nosotros esté dispuesto a perdonarle absolutamente cualquier cosa a un determinado candidato, simplemente porque representa a nuestro sector político? Eso es lo que usualmente llamamos el “voto duro”, y que para bien o para mal, no tiene prácticamente ninguna correlación con lo que haga o deje de hacer el candidato en cuestión.

Por ejemplo, más allá de las capacidades que pueda tener Sebastián Piñera Echeñique y la agenda de su coalición política para gobernar el país, sorprende que su porcentaje de adhesión se haya mantenido esencialmente constante en las encuestas, a pesar de los numerosos hechos noticiosos en su contra, entre los que destacan su declaración, nada menos que en calidad de imputado, por delitos de uso de información privilegiada en los negocios que sus sociedades de inversión realizaron con el proyecto minero Dominga y la pesquera peruana Exalmar. Sobre todo esta última suena particularmente grave. Hablamos nada menos que de una sociedad de inversión, propiedad del Presidente de la República, haciendo negocios con una compañía pesquera que se beneficiaría del fallo adverso a Chile en el tribunal de La Haya. Candidatos más fuertes han caído en desgracia por mucho menos.

Sin ir más lejos, ya habiendo sido electa, la enorme popularidad de la Presidenta Michelle Bachelet cayó estrepitosamente después de que se conocieran los suculentos negocios de su hijo y su nuera, que dependieron de un inusual préstamo millonario y de un cambio de uso de suelo en Machalí, para el cual presuntamente Sebastián Dávalos habría usado su nombre e influencia. A pesar de que ninguna arista del caso la tocó directamente, su desempeño en las encuestas no volvió a repuntar.

Seguramente esta diferencia en particular puede explicarse de muchas maneras, pero puesta como ejemplo general, nos permite observar cómo parte del electorado de Piñera es probablemente votante duro. A diferencia de los siempre divididos y tensos proyecto de la centroizquierda, en la centroderecha chilena —y la derecha a secas— parece primar la decisión irrevocable de un grupo para apoyar al único candidato presidencial del sector que ha ganado una elección en casi 60 años, y sacarlo adelante pase lo que pase.

Pero no es algo exclusivo de las derechas. Todos estamos hasta cierto punto expuestos a negar los hechos que contradicen nuestras posturas. Es lo que la psicología experimental ha llamado “sesgo de confirmación”: la tendencia a atribuirle más valor a los hechos, datos y argumentos que refuerzan la posición que ya tenemos tomada, y despreciar los discursos en contra, tildarlos de sesgados y encontrar con mucha mayor facilidad sus debilidades. Una de las explicaciones más básicas es que muchas de nuestras posiciones personales fueron construidas originalmente no en base a la razón, sino a anclajes emocionales y sociales durante la adolescencia. En esa etapa de nuestra vida, la madurez de nuestro sistema límbico (la parte del cerebro que permite computar la experiencia emocional) supera con creces la madurez de las áreas de nuestro cerebro asociadas con la planificación y el pensamiento complejo. Muy probablemente, el domicilio de nuestra identidad —política, sexual, musical, académica y vocacional— se fijó por la influencia de nuestros pares más significativos y las más relevantes o frecuentes experiencias emocionales. Luego, a medida que fuimos madurando las estructuras cerebrales, se fue poblando de razones que nos permitieron defender esas posturas y persistir en ellas. Sin embargo, de entre las muchas materias de identidad, aparentemente la identidad política es una especialmente resistente al cambio.

Otro ejemplo clarísimo de predominio del voto duro fue la última elección presidencial en Estados Unidos. A medida que la figura de Donald Trump se hacía más y más competitiva en las encuestas, con mayor fuerza salieron a relucir sus opacidades tributarias, los casos de acoso sexual y enormes cantidades de testimonios que mostraban su sexismo, racismo y actitud matonesca. Los más importantes científicos del mundo salieron a confrontar su tesis de que el cambio climático no existía. Nada de eso lo detuvo. Le bastó decir que eran noticias falsas para que, sin dar ninguna explicación satisfactoria, su popularidad siguiera creciendo hasta ganar la elección. Lo que hace unos años era una broma de Los Simpson, ahora era simplemente la triste realidad de la nación más poderosa del mundo. Y el triunfo de una forma dura e intransigente de votar.

No todo el mundo es igual de susceptible a este sesgo, afortunadamente. Por eso mismo, el voto duro tiene más influencia en los sistemas en que hay mucha abstención electoral: cuando los votantes son pocos, la decisión la toman los duros. Para el escenario de las elecciones presidenciales en Chile, por lo tanto, hay pocas cosas tan interesantes como tratar de entender qué pasa en el cerebro de la gente cuando decide simplemente no tomar en cuenta los hechos en contra, por más contundentes que sean, para persistir en una postura política. ¿De qué depende la tendencia a no cambiar de posición, despreciando opiniones expertas, prestigiosas o consensuadamente razonables?

A fines del año pasado, un grupo de la University of Southern California en Los Ángeles encabezado por el Prof. Sam Harris, publicó un estudio en que desafiaron a un grupo de liberales en algunas de sus convicciones políticas y no-políticas mientras examinaban su cerebro usando un tipo de resonancia magnética funcional que revelaba las áreas más o menos activas (puedes leer el artículo publicado en Scientific Reports aquí). En efecto, las convicciones políticas fueron mucho más resistentes al cambio, pero además mostraron un particular patrón de actividad cerebral.

El voto duro parece estar sostenido sobre una fuerte respuesta de una red neuronal que incluye parte de la corteza prefrontal medial, la corteza parietal inferior, además de una zona un poco más arriba, denominada precuneus. Las tres habían sido previamente implicadas en actividades cognitivas que desafían convicciones profundas y obligan a defender rasgos de la identidad (por ejemplo discusiones religiosas). Además, a diferencia de quienes estuvieron dispuestos a cambiar de opinión, los más resistentes mostraron menor actividad en algunas regiones de la corteza orbitofrontal y la corteza prefrontal dorso-lateral, de manera muy similar al estudio japonés mencionado al principio. Esas áreas han sido asociadas con la flexibilidad cognitiva, es decir, con la capacidad de encarnar soluciones diversas dependiendo de variables de contexto.

Considerando que la flexibilidad cognitiva es un rasgo tremendamente relevante para la socialización en humanos y otros animales, podríamos especular que el votante duro se cría en un espacio de aislamiento. Mientras que aquellos que tienen oportunidad y apertura para poner en juego sus convicciones políticas en la conversación pública están también más dispuestos a negociarlas, el votante duro produce sus convicciones en la intimidad de los que piensan como él, en el grupo cerrado, en la pertenencia del clan.

Muchas veces su motor es el miedo u otra emoción negativa: la rabia, la desilusión. De hecho, el estudio de Kaplan y sus colegas también muestra que la resistencia a cambiar de opinión frente a contra-argumentos tiene una significativa componente emocional (correlacionando con actividad en áreas del cerebro como la amígdala y la corteza insular), y eso no tiene nada de malo, como dijimos anteriormente, la mayoría de nuestras posiciones identitarias tienen su origen ahí. Pero la pregunta que la vida en sociedad nos hace permanentemente es si estaremos dispuestos a poner esas convicciones en la mesa, discutir sobre ellas, mirar las emociones de otros y las nuestras, y ganar o perder, convencer o ser convencidos, empatizar con otras convicciones y con emociones vividas por otros.

Hay aquí uno de los más tremendos desafíos para las campañas políticas: conversar al mismo tiempo con las grandes ideas y con las emociones más básicas. Ganarse a sus votantes duros mientras es capaz de seducir al diverso votante blando con una narrativa que nos despierte de la abstención. Y si usted no es votante duro, le pregunto, ¿cómo hacemos para que ellos no decidan por usted?

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