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11 de Diciembre de 2017

La divertida desesperación de los medios piñeristas

En sus editoriales han hablado de la peor intervención electoral de un gobierno en nuestra democracia.

Por Francisco Méndez
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Francisco Méndez es Periodista, columnista.

Los principales medios de este país están desesperados. Se les cayó y rompió el Chile que inventaron, por lo que intentan recoger sus pedazos y reconstruirlo a duras penas. El discurso de “los tiempos mejores”, sumado al del crecimiento como única vía para “rescatar al país”, suena muy añejo para la ciudadanía. Y no hay nada que les asuste más que sonar viejos y del siglo pasado.

Sebastián Piñera no ha colaborado mucho a cambiar el panorama. Sus intentos por vestir al  adversario como un peligro para la estabilidad patria no le han resultado. Por más  que trate de decir que Guillier es algo así como la encarnación del extremismo marxista, lo concreto es que quien queda inmediatamente en el extremo es él y su visión de Chile. Ya que, aunque repita  hasta el cansancio que quiere volver a la “política de los acuerdos”, la realidad nos dice que su persona es el centro de todos los desacuerdos actuales de nuestra sociedad.

Eso los grandes megáfonos ideológicos lo saben. Por eso es que evitan hablar de él y han puesto la mirada en la administración de Michelle Bachelet. Como ahora la monserga de la desprolijidad de las reformas ya no enciende ánimos, han centrado su crítica en un supuesto intervencionismo indecente que, si es que uno es un poco informado, no se ve por ninguna parte.

En sus editoriales han hablado de la peor intervención electoral de un gobierno en nuestra democracia. Han gritado a través de sus escritos una desesperación que tratan de disfrazar de preocupación por la estabilidad democrática, cuando realmente están vueltos locos porque muchos de los integrantes de su equipos editoriales ya estaban eligiendo oficinas en La Moneda.

No saben qué hacer. No entienden cómo de pronto Chile pasó a ser otra cosa que la que pensaban que era horas antes de la primera vuelta. Se creyeron el cuento que le inventaron a otros;  pensaron que tenían mejor dominadas las necesidades y las prioridades de un sujeto que, seamos justos, ellos habían creado. Las cifras del 19 de noviembre los descolocaron y los hicieron entrar en un terreno ambiguo e impredecible que, luego de haber tenido tantas certezas, los tiene al borde de la depresión.

Es cosa de ver a los principales opinólogos del relato oficial. No saben qué hicieron mal e intentan escribir columnas  en las que dicen que no quisieron decir lo que dijeron. Pero lo escrito está ahí. Todo era claro y no había ningún espacio para tener dudas del resultado. Chile quería algo determinado y ellos, los que supuestamente lo conocen de punta a cabo sin bajarse de su automóvil, sabían qué era.

Es gracioso. No deja de ser divertido cómo las miradas decididas y relajadas  de quienes veían  la primera vuelta como un trámite, hoy se vuelven inseguras y aterradas. Pensaban que llegarían a esta instancia tranquilamente, luego de demostrar que estaban en lo cierto,  pero la verdad es que con el 36% nada de eso pasó.

Al contrario, vieron cómo todas las premisas  sobre las que basaron muchas de sus teorías eran más ideológicas que las de ese adversario al que le atribuían ser el mandamás del reinado de la irreflexión. Pero no lo quieren decir en voz alta. Es vergonzoso siquiera intentar reconocer que su Chile es una construcción que se les escapó de las manos. ¿Con esto quiero decir que el progresismo ha interpretado a cabalidad al ciudadano medio? No. Pero tiene una oportunidad única para politizarlo.

Debido a lo expuesto es que durante esta semana veremos en algunos, en demasiados diría yo, muchas más ganas de  cambiar el incierto ambiente que se vive. No sólo para ganar el domingo que viene, sino también para  convencer a los chilenos de que no piensan lo que piensan ni sienten lo que sienten. Esa ha sido su misión  por años y hoy están fallando. No convencen a nadie. Y eso no sólo es una derrota política- lo que no es necesariamente lo mismo que una derrota ideológica-, sino también algo peor: un golpe en el orgullo del que no podrán recuperarse en mucho tiempo.

 

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